Tribuna:

Por más que llueva

LUIS GARCÍA MONTERO

La poesía cruza por las ciudades con una humilde y misteriosa paciencia humana, el cuello del abrigo levantado para defenderse de los gritos invernales, y busca un hueco de calor en la intemperie, una manera de abrir las ventanas para que entre la luz, para que la vida recupere su nobleza en medio de los fríos y la oscuridad, de las noticias y las catástrofes, de los silencios y la muerte. La poesía se queda a veces desnuda, pero es para cambiar de ropa, para dejar las pieles de la tribu por la túnica griega, la sotana medieval por el atuendo festivo de las cortes re...

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LUIS GARCÍA MONTERO

La poesía cruza por las ciudades con una humilde y misteriosa paciencia humana, el cuello del abrigo levantado para defenderse de los gritos invernales, y busca un hueco de calor en la intemperie, una manera de abrir las ventanas para que entre la luz, para que la vida recupere su nobleza en medio de los fríos y la oscuridad, de las noticias y las catástrofes, de los silencios y la muerte. La poesía se queda a veces desnuda, pero es para cambiar de ropa, para dejar las pieles de la tribu por la túnica griega, la sotana medieval por el atuendo festivo de las cortes renacentistas, la peluca ilustrada por la levita negra y herida de los románticos. Por más que llueva, por mucho que el desierto juegue con la geografía y quiera imponer sus arenas en las calles de las ciudades, la poesía sabe ponerse unos vaqueros, una gabardina de color paciencia, y viene a saludarnos en la parada del autobús, en las escaleras mecánicas de unos grandes almacenes o en las carreteras solitarias de la noche.

El mismo día en el que murió Rafael Alberti se presentaba La generación del 99 (Editorial Nobel), una antología de José Luis García Martín sobre la voz reciente de los poetas españoles. Por el azar de los pulsos biológicos y de las programaciones editoriales, los almanaques de la lírica despidieron entonces al siglo XX y dieron la bienvenida al siglo XXI. Con su optimismo brumoso y sublimado, Bécquer creyó en la permanencia de la poesía, aunque desapareciesen los poetas. Pero no es cierto, la poesía no existe sin poetas, sin horas de trabajo ante las metáforas y los versos, ante los puntos y las comas, y nuestro optimismo sólo puede aspirar a que la muerte de un poeta sea homenajeada y salvada por el trabajo de otros. El día de la muerte de Rafael Alberti supimos también que la poesía andaluza tiene muy buena salud, nuevos trajes y nuevas palabras, gente que acude a las fronteras de la emoción para tapar la brecha del viejo camarada desaparecido. José Luis García Martín destaca en su antología a un buen número de jóvenes poetas andaluces: Aurora Luque, José Antonio Mesa Toré, José Manuel Benítez Ariza, José Mateos, Juan Manuel Villalba, Álvaro García, Eduardo García, Luis Muñoz, Pablo García Casado y Andrés Neuman. Todos están bien, algunos son ya unos jóvenes maestros, y los lectores pueden acudir a una librería, comprar sus obras y encerrarse a solas con sus palabras, porque tienen muchas cosas que decir. Una belleza exacta guarda más vida que un insulto.

Mientras nos quede algo que decirnos este mundo será habitable, quedará un hueco bajo el humo para respirar, para pensar dignamente en nuestras soledades y en nuestros vínculos. La palabra es la huella de una esperanza, la ilusión de que los sueños, los peligros, los amores, los sentimientos pueden ser compartidos. Los poetas cruzan por la ciudad como guardianes de la palabra ante el invierno, como esforzados espías de la realidad, dispuestos a mantener con vida la humilde conjura de una frase: "Tú y yo tenemos que hablar". Por más que llueva, la poesía se abre paso entre los datos, las cifras, las catástrofes, las renuncias, y nos convence, y nos recuerda un fuego antiguo, y nos salva del silencio.

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