Tribuna:

La religión como asignatura

He leído en los periódicos que el PP amenaza con incluir la religión -o las diversas religiones en simultánea formulación histórica y dogmática- como una asignatura obligatoria en la primera y la segunda enseñanza. El propósito parece justificarse con una serie de afirmaciones retóricas en cuya vaciedad se pueden entresacar quizás dos argumentos: la necesidad de reimplantar entre los jóvenes unos profundos valores morales y de divulgar la pluralidad cultural para salir al paso de las tendencias racistas. Los dos argumentos parecen insostenibles. No hay que oponerse a la idea de reafirmar valo...

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He leído en los periódicos que el PP amenaza con incluir la religión -o las diversas religiones en simultánea formulación histórica y dogmática- como una asignatura obligatoria en la primera y la segunda enseñanza. El propósito parece justificarse con una serie de afirmaciones retóricas en cuya vaciedad se pueden entresacar quizás dos argumentos: la necesidad de reimplantar entre los jóvenes unos profundos valores morales y de divulgar la pluralidad cultural para salir al paso de las tendencias racistas. Los dos argumentos parecen insostenibles. No hay que oponerse a la idea de reafirmar valores morales en nuestra sociedad, pero no parece que ahora, a estas alturas, el camino adecuado sea el recurso a las viejas tradiciones religiosas. No podemos negar que muchos valores morales se incluyen en las consecuencias sociales de algunas religiones y que, a veces, a lo largo de la historia, han sido fundamentales para la convivencia y el progreso. Pero hoy, especialmente en las sociedades desarrolladas, ya no pueden formularse a partir de la afirmación de un régimen sobrenatural como prejuicio metafísico, cuya justificación ha entrado en crisis incluso dentro de las respectivas ortodoxias. En la compleja sociedad actual, esas formulaciones no sólo parecen imposibles, sino contraproducentes: hace mucho tiempo que la religión como fenómeno social ha sido un escollo en el cambio de las formas de vida, en el progreso de la ciencia, en la evolución política, en la vida intelectual y artística, incluso en el logro de nuevas convivencias. No hace falta recuperar íntegramente el famoso aforismo de Marx, pero hay que aceptar que los modelos actuales están superando las limitaciones del opio, pero exigen mucho más y reclaman ya otros principios morales, basados en la realidad material y espiritual de la nueva sociedad. No hay duda de que estos principios deben estar presentes en un régimen pedagógico completo. Pero no creo que el vehículo de la religión sea el más apropiado, sobre todo porque uno de estos principios fundamentales es, precisamente, la laicidad como parte del compromiso entre la igualdad diferenciada y la libertad sometida al interés colectivo.

Es cierto que el conocimiento -y el reconocimiento- de las diversas culturas es un camino indispensable para la convivencia de las diferencias. Pero ¿por qué hay que reducir a la religión el gran alcance de la cultura? Es de esperar que las diferencias religiosas sean en el futuro mucho menos importantes -o menos trascendentes en la vida cotidiana- que las que se mantienen en las costumbres y la estructura familiar, en la lengua, la gastronomía, el sexo, el arte, es decir, en la persistencia alterada de la historia. ¿En los planes actuales no figura ya un campo pedagógico que incluye la historia de las culturas? ¿Y en la docencia artística y científica no se estudian sus elementos esenciales?

Me temo, pues, que esta maniobra que está preparando el PP no obedece a ninguno de los motivos anunciados, sino simplemente a la voluntad de reintroducir la fuerza de la religión -y, a fin de cuentas, de la Iglesia católica- en la preparación mental de las nuevas generaciones, un camino subterráneo pero muy eficaz para asegurar el predominio conservador, por lo menos en las pretendidas élites dirigentes. La pérdida de intensidad de la enseñanza pública -la habíamos considerado obligatoria, gratuita y laica- y el aumento de las privatizaciones económicamente protegidas por el Estado y las autonomías -en su mayoría absorbidas por las órdenes religiosas, siempre conservadoras y elitistas- es otro fenómeno que se explica por las mismas razones.

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Me aterra pensar que podamos volver a los espectáculos bochornosos de los años cuarenta, cuando yo era estudiante de bachillerato en el instituto Menéndez Pelayo de Barcelona. Unos curas cursis y atrabiliarios con gestos de falangista pederasta nos torturaban con la teoría y la práctica de la religión rebajando escandalosamente el alto nivel humanista y científico de los otros profesores. Menos mal que en el ambiente relativamente popular en que se ubicaba el instituto no lograron incorporarnos a aquella esfera elitista y conservadora del buen burgués. El resultado fue imprevisto pero muy positivo: muchos alumnos iniciamos en aquellas aulas el definitivo apartamiento de la religión. No sé si la repetición de este resultado está previsto en los nuevos planes del PP.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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