Tribuna:

Lesionados

LUIS GARCÍA MONTERO El cuerpo se detiene en mitad de la carrera. Los ojos conservan todavía el temblor líquido de la velocidad, el instinto de una aceleración que conoce su meta, pero poco a poco los gestos humillan el afán ilimitado de conquista a la sorpresa del dolor, a la punzada ardiente que perfora los músculos y los transforma en hielo. Los brazos se abren como una flor de plástico, clavan la mariposa de la respiración en el viento y buscan la tierra, la quietud, el reposo. Mi memoria se paraliza en blanco y negro, esgrime la fotografía en la que Robert Cappa condensó la muerte de la R...

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LUIS GARCÍA MONTERO El cuerpo se detiene en mitad de la carrera. Los ojos conservan todavía el temblor líquido de la velocidad, el instinto de una aceleración que conoce su meta, pero poco a poco los gestos humillan el afán ilimitado de conquista a la sorpresa del dolor, a la punzada ardiente que perfora los músculos y los transforma en hielo. Los brazos se abren como una flor de plástico, clavan la mariposa de la respiración en el viento y buscan la tierra, la quietud, el reposo. Mi memoria se paraliza en blanco y negro, esgrime la fotografía en la que Robert Cappa condensó la muerte de la República española, la historia del miliciano ejecutado sobre la cruz del aire, en mitad de una carrera, justo cuando empezaba a soñar. Siempre me inquietó el fusil huérfano de la víctima en la imagen de esa muerte, porque el arma defensiva entró en la fotografía como una metonimia para recordar la presencia del enemigo, el disparo del agresor, que apretó el gatillo casi al mismo tiempo que Robert Cappa, igual que nosotros cuando asumimos su mirada. Las imágenes de los atletas lesionados, de la mujer velocísima que se rompe en el viento y hunde su vértigo despavorido en la quietud, me han recordado al miliciano de Cappa. El fusil de la víctima no es ahora metonimia, sino realismo sórdido, el cañón de la modernidad que dispara sobre sí misma. Los Campeonatos del Mundo de Atletismo son un paisaje de guerra, con heridos, vendas, lágrimas, cuerpos deformes, músculos deshechos, médicos, himnos, sudores inhumanos y desesperaciones. Basta una mirada, quizá no la mirada de un telespectador, para comprobar que la hermandad entre la salud y el deporte es hoy un esperpento, un sin sentido, la carnicería del monstruo que se devora a sí mismo. El culto moderno al cuerpo fue una consecuencia inevitable de la dignificación terrenal de la vida, cuando los ciudadanos aprendieron que el mundo no es un valle de lágrimas y que resulta más sensato adecentar la casa humana que sacrificarse a las penumbras supersticiosas de la inmortalidad. La medicina fue entonces el camino, la verdad y la vida. Junto a la ciencia, el deporte levantó la leyenda lírica de los cuerpos, el poema limpio de la salud, el diálogo armónico con las otras fuerzas naturales. Hoy el deporte supone la destrucción científica de los cuerpos, y el trabajo de los médicos consiste en bordear artificialmente los límites de la resistencia sin que salten las hipócritas alarmas de los controles de dopaje. El atleta que no se rompa en la pista pública soportará después, en el olvido, los peligros de la muerte instantánea o de la vejez prematura. Hay que ser un vanidoso enloquecido o un corruptor de menores para permitir que un hijo se dedique a la alta competición. Frente a cualquier razonamiento médico o deportivo, los intereses de la televisión deciden que se corra bajo un sol de fuego y convierten las antiguas complicidades con el cuerpo en pura enfermedad. Al reducirse a las leyes del espectáculo, las metáforas del deseo moderno (salud, libertad, igualdad, justicia) son ahora un monstruo, una desproporción, una mentira, la bala o la lesión que nos paraliza en medio de la carrera.

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