Tribuna:

Carteles de toros

JOSÉ LUIS MERINO En 1996, la Junta Administrativa de la plaza de toros de Bilbao inició una nueva etapa en relación con los carteles anunciadores de las Corridas Generales de agosto. Se fijó el plan de invitar cada año a un artista vasco para que realizara esa labor. Además de cumplir una función anunciadora, servía al tiempo para hacerse con un patrimonio plástico de cierta consideración y engrosaba los fondos para el museo que existe en Vista Alegre. Fue Jesús Mari Lazkano el primero que entró en la terna cartelística. Pintó un capote prendido de un imaginario clavo contra la imposible par...

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JOSÉ LUIS MERINO En 1996, la Junta Administrativa de la plaza de toros de Bilbao inició una nueva etapa en relación con los carteles anunciadores de las Corridas Generales de agosto. Se fijó el plan de invitar cada año a un artista vasco para que realizara esa labor. Además de cumplir una función anunciadora, servía al tiempo para hacerse con un patrimonio plástico de cierta consideración y engrosaba los fondos para el museo que existe en Vista Alegre. Fue Jesús Mari Lazkano el primero que entró en la terna cartelística. Pintó un capote prendido de un imaginario clavo contra la imposible pared del cielo. Por debajo del mandelo fucsia aparecía una panorámica de Bilbao, tomada desde uno de los montes que la rodean. Sorprendió y gustó a la ciudadanía. El cartel del siguiente año se lo encargaron a Agustín Reche. El tema principal era la imagen del Guggenheim, que se iba a inaugurar dos meses más tarde, junto a otros edificios del Bilbao actual, con la Ría como constante. A la izquierda, en primer plano, sobre una ribera umbría, dos potentes toros contemplan el paisaje con una actitud casi metafísica. También tuvo gran aceptación. Lo que se iba cimentando como un acierto, empezó a quebrarse con la realización del cartel de 1998. En la obra pintada se evidenciaba un error de bulto en el maridaje entre el torero y el capote que llevaba. Dislocó el sentido espacial de esos dos elementos, por impericia suya. Ése error hacia chirriar visualmente al todo. ¿Por qué ese bajón en lo que hasta entonces había ido estupendamente? Una de las respuestas podía obedecer a la insistencia en invitar a artistas inscritos exclusivamente en el hiperrealismo. Un cartel de toros, como cualquier otro tema, permite ser abordado desde múltiples tendencias. Al tomar una única dirección se constata el supuesto de verse limitados. Llega este año 1999 y se sigue por la línea hiperrealista o muy cercana a ella. En principio se incitó a un artista, también hiperrealista. Como, al parecer, no convenció demasiado lo mostrado como proyecto, los de la Junta Administrativa decidieron buscar a alguien que les sacara del atasco. Hubo que improvisar con celeridad, porque el tiempo apremiaba. Surgió el nombre de Mercedes Truan, esposa del pintor Agustín Reche. Es seguro que no ha habido margen de tiempo para realizar tres o cuatro bocetos previos. Siempre los bocetos son los que enseñan a la hora de corregir errores. Esto es un axioma contundente. Olvidarlo es correr incontables riesgos. La prueba está en la obra del año pasado, con ese error mayúsculo descrito más arriba. Sea por esa falta de previsión en trabajar sin bocetos, debido a la premura de tiempo, o por lo que fuera, en la obra de este año aparece un error. En un primerísimo plano se muestra un capote de paseo. Gruesos dobleces golpean en los ojos. Son retorcimientos duros y apelmazados, que adquieren un excesivo protagonismo. La mirada cae en las redes de esos ásperos retorcimientos. Para cuando la mirada sale de ese foco de atención, tiene ante sí una propuesta con demasiados elementos visuales. En esa sobreabundancia sobra, muy especialmente, ese toro abocetado en sanguina y dentro de un papel pintado de manera un poco pedestre. Debieran haberle advertido a la artista el papel que juega en la fiesta de los toros el capote de paseo. Se lo ponen los toreros para el paseíllo. Es una referencia de tiempo efímera. Introducido en un cartel tiene que aparecer como un elemento casi etéreo. Por el contrario, su presencia se torna obsesiva. Es una pena ese baldón, tanto conceptual como estético, porque en el cuadro encontramos aciertos notables, como esa especie de altar de marmol, pintado con exquisito gusto. La manera de plasmar la montera también obtiene una buena nota. No hay que olvidar la idea de la celosía y esa ventana abierta al paisaje. De buen recibo puede tildarse lo ejecutado para plasmar el Palacio de Euskalduna y el recurso de enmarcarlo en un entorno bucólicamente idealizado. Baja bastante la introducción de la figura de Antonio Ordóñez. No como homenaje en recuerdo de su muerte, lo que es un acierto, sino porque no ha conseguido captar bien ni el parecido ni el aura -llámese ángel y/o duende- que los fervorosos del maestro de Ronda atesoran en su memoria.

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