Tribuna:

La paz, formato Barak

Desde la toma de posesión en julio del nuevo primer ministro israelí, Ehud Barak, la prensa occidental ha glosado, entusiasta, el trascendental cambio que la victoria del ex general laborista representa para el proceso de paz en Palestina.El momento es, en efecto, crucial, porque una nueva decepción en la búsqueda negociadora de esa paz, que comenzó oficialmente el 13 de septiembre de 1993 con la firma del acuerdo de autonomía palestino-israelí en Washington, liquidaría probablemente todo lo actuado hasta la fecha. Y hoy se da una serie de factores que contribuyen a que palestinos e israelíes ...

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Desde la toma de posesión en julio del nuevo primer ministro israelí, Ehud Barak, la prensa occidental ha glosado, entusiasta, el trascendental cambio que la victoria del ex general laborista representa para el proceso de paz en Palestina.El momento es, en efecto, crucial, porque una nueva decepción en la búsqueda negociadora de esa paz, que comenzó oficialmente el 13 de septiembre de 1993 con la firma del acuerdo de autonomía palestino-israelí en Washington, liquidaría probablemente todo lo actuado hasta la fecha. Y hoy se da una serie de factores que contribuyen a que palestinos e israelíes puedan transformar el diálogo en un acuerdo formal depaz.

El primero, atmosférico o de cuadro-marco, es que el presidente Clinton, a un año y pico del fin de su mandato, tiene poco que arriesgar y, con la afición que ha cobrado a los asuntos internacionales -pacificación de Bosnia, desmembración de Serbia, sesión cotidiana de bombardeos sobre Irak-, podría convertirse en vida directamente en un capítulo de la historia si lograra la firma de esa paz. La contrapartida negativa es no ya la obviedad de que EE UU ejerce una limitada influencia sobre Israel, sino que tiene nulo interés en promover un arreglo que sea en lo más mínimo desventajoso para su único aliado totalmente fiable en la región.

El segundo y tercer factor son, en parte, gerontológicos y muy personalizados. De un lado, el presidente Asad de Siria tiene una edad y, sobre todo, un aspecto ya tan trabajado que se ha decidido a preparar a uno de sus hijos para la sucesión, y el delfín no podría recibir como herencia mejor regalo que unas colinas del Golán recobradas. El inconveniente estriba en que para ello Damasco correría el riesgo, como pretende Jerusalén, de desvincular la negociación sobre los altos, perdidos en la guerra de 1967, del contencioso general israelo-palestino, y, con ello, Siria adelgazaría en peso estratégico en la zona.

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Y de otro, el presidente de la Autoridad Palestina, Yasir Arafat, en aparente estado de desahucio físico inminente, no quiere ser sólo el Moisés de su pueblo, sino el que lo conduzca hasta el centro mismo del reconocimiento planetario, y, por ello, tiene una necesidad casi prostática de ser presidente del primer Estado palestino de la historia. Nunca Arafat habrá estado tan blandito para decir que sí. El problema es que no está claro que su equipo tenga la misma prisa ni que el terrorismo de Hamás vaya a estar de acuerdo.

El cuarto factor, y más importante, se llama Netanyahu.

Las cancillerías del mundo entero y la opinión universal han acogido con alborozo la derrota del nacionalderechista en las pasadas elecciones. Pero Netanyahu ha realizado formidablemente bien lo que entendía que era su trabajo, que no era hacer la paz, sino apacentar las cosas para el futuro. Netanyahu ha sido tan desabrido para el mundo que prácticamente cualquier sucesor es hoy respetable por definición. Si además, como Barak, está bien educado, toca el piano, es el militar más condecorado de la historia de Israel y emite las vibraciones adecuadas para una retórica de paz, ya tenemos el cuadro de un nuevo comienzo, al menos mediático. Pero más importante es aún la manera como Netanyahu ha completado su parte de un viaje psicológico nacional, iniciado con la fundación del Estado en 1948, que permite hoy a Israel negociar sobre un campo de decisiones mucho más angosto y favorable que hace 50 años.

En 1947, la ONU votó la partición de Palestina, reconociendo un Estado árabe y otro israelí, ambos independientes. Aunque el reparto no era equitativo, puesto que el 55% del territorio y las mejores tierras eran para los judíos, lo que le quedaba al árabe era bastante más que lo que ahora pueda ofrecer Barak. Es cierto, sin embargo, que los palestinos y el mundo árabe mal podían aceptar la oferta por su visible desequìlibrio y, aún mejor, porque esperaban obtenerlo todo por medio de la guerra. No fue así, e Israel amplió sus posiciones en la contienda del 48. Pero con lo que quedaba -Cisjordania para Ammán y Gaza controlada por Egipto- los palestinos habrían seguido teniendo más que con cualquier próximo acuerdo, y aunque la partición le parecía un mal negocio al fundador del Estado sionista, David Ben Gurion, Jerusalén habría tenido que resignarse a aceptar una entidad política palestina en sus fronteras.

Al término de la guerra de 1967, en la que Israel ocupó, entre otras parcelas, Cisjordania, Gaza y Jerusalén este, la opinión israelí no parecía contraria a negociar la devolución virtualmente completa de las dos primeras a cambio de una paz garantizada internacionalmente. Pero tampoco los árabes, tras la humillación de una derrota que era tanto de civilización como militar, estaban dispuestos a hablar de paz, con lo que Jerusalén pudo comenzar a colonizar Cisjordania, que era como un pulmón de espacio estratégico, riqueza agrícola y mano de obra barata para su desarrollo.

Los primeros ministros laboristas Golda Meir, Levi Eshkol e Isaac Rabin presidieron esa expansión y comenzaron a habituar a la opinión israelí a que la negociación ya no podría nunca contemplar la devolución total del territorio. Paralelamente, a finales de los años setenta, con la consolidación de una OLP pasablemente independiente de los Estados árabes, se abriría camino la idea de una negociación que permitiera recuperar Cisjordania, Gaza y Jerusalén este sin que, sin embargo, Israel tuviera ya prisa ni hiciera caso alguno.

La victoria electoral en 1977 del líder de la oposición derechista, Menájem Beguin -la primera vez que el laborismo perdía unos comicios-, era trascendental porque a la pereza negociadora de la izquierda se le injertaba la ideología del Gran Israel, la reivindicación de todos o parte de los territorios, a los que aquellos que han estudiado geografía en la Biblia llaman Judea y Samaria. El Likud, que gobernó solo o en coalición con el laborismo en los ochenta y noventa, dirigido por Beguin, Shamir y Netan-yahu, redondearía la operación. Beguin hizo un magnífico negocio devolviendo el Sinaí a Egipto a cambio de eliminar al único Ejército que puede preocupar a Israel. En los acuerdos de Camp David de 1979 estaba ya contenida la firma de 1993, porque sin la potencial amenaza egipcia los palestinos no tienen más camino que el de la negociación política. Y a ella se avino, finalmente, Jerusalén, sólo cuando la OLP se hallaba en estado de postración extrema, tras la guerra del Golfo.

Fue Isaac Shamir el que inició ese recorrido con la conferencia de Madrid en 1991. Durante sus varios mandatos, el líder ultra atacó de los nervios a todo el mundo, y en particular al secretario de Estado norteamericano James Baker, que interpretaba como parálisis de ideas lo que, en cambio, era sabiduría terminal para no asumir un proceso hasta que el enemigo se extenuara de no poder hacer ni la guerra ni la paz. Pero Netanyahu es el gran arquitecto del futuro, porque, teniendo que negociar, una vez que la desaparición de la URSS obligaba a la OLP a dar por bueno el comienzo de casi cualquier proceso de paz, redujo a tal punto las expectativas palestinas y reforzó la legitimidad israelí sobre lo ocupado, que lo que Barak va a tratar ahora es cómo los dos pueblos comparten Cisjordania, en vez de a qué precio hay que devolver los territorios.

Barak podrá desplegar por ello su generosidad a partir de la avidez de sus antecesores. La única duda es la de si un día se firma algo, eso será la paz o sólo un documento más.

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