Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

El capitalismo en la cuerda floja

Nick Leeson, que regresaba a Inglaterra después de pasar cuatro años en una cárcel de Singapur por fraude y estafa -su condena, de seis años, fue rebajada por buena conducta-, ha tenido un recibimiento de estrella, con cientos de periodistas y curiosos que colapsaron el aeropuerto de Londres para verle la cara. No era para menos: este muchacho se hizo famoso a los 28 años por provocar la bancarrota del Banco Barings, el más antiguo y prestigioso banco de inversiones británico, al que confiaba la gestión de su patrimonio la reina Isabel, y que, a causa de la catástrofe, terminó adquirido por un...

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Nick Leeson, que regresaba a Inglaterra después de pasar cuatro años en una cárcel de Singapur por fraude y estafa -su condena, de seis años, fue rebajada por buena conducta-, ha tenido un recibimiento de estrella, con cientos de periodistas y curiosos que colapsaron el aeropuerto de Londres para verle la cara. No era para menos: este muchacho se hizo famoso a los 28 años por provocar la bancarrota del Banco Barings, el más antiguo y prestigioso banco de inversiones británico, al que confiaba la gestión de su patrimonio la reina Isabel, y que, a causa de la catástrofe, terminó adquirido por un conglomerado holandés (ING) por la humillante suma de una libra esterlina. La historia de Nick Leeson ha sido desperdiciada en una autobiografía sensacionalista titulada Rogue Trader (El Pícaro Operador), y una película todavía más mala, pero merecería ser contada con lujo de detalles y analizada a fondo, pues ella saca a la luz pública secretos recónditos del sistema capitalista y nos ilustra con un ejemplo singular sobre la precariedad en que se sustentan sus arrolladores éxitos, el caos que subyace su orden. Que ella ocurriera en la ciudad-Estado de Singapur, flor de la corona del sistema capitalista en el Asia, y que remeciera las bases del SIMEX, la Bolsa de Singapur, célebre por su solidez y tradición de honestidad y escrúpulo de sus operadores, es algo que conviene tener presente en todo momento.

Aunque carecía de buenas credenciales académicas -había sido un estudiante del montón-, Nick Leeson ingresó al Banco Barings apenas salido de la adolescencia, e hizo una carrera veloz, como agente de Bolsa. Las audaces inversiones del flamante yuppy reportaron buenas ganancias a la institución, y, a él, espléndidas primas. En premio de ello, fue enviado a las oficinas del Baring en Singapur, con autorización para operar en la Bolsa local y en la de Osaka bajo la vigilancia (teórica, pues en la práctica nunca se ejerció) de los ejecutivos del Banco en Tokio. Nick tenía una amplia libertad para sus operaciones financieras porque, al principio, ellas dieron excelentes resultados, como prueba el que, además de su salario de 80 mil dólares anuales, recibiera varios años consecutivos primas de más de 300 mil dólares. Con estos ingresos, él y su rubia esposa, Lisa, vivían como reyes. Llegaron a ser tan populares en la noche singapurense que el Harry's Bar de Boat Quay, que frecuentaban, regala ahora a sus clientes polos estampados con la cara de Nick y ha bautizado la hora del aperitivo como la Leeson Happy Hour!

El 17 de julio de 1992 parece haber comenzado el principio del fin de la ilustre institución fundada en 1762 por Sir Francis Baring, cuyo último descendiente, Peter Baring, se consuela ahora de la quiebra y el ridículo oyendo óperas en su espaciosa mansión campestre de Wilshire. Ese día, para ocultar la pérdida de veinte mil libras esterlinas en una mala inversión efectuada por una de sus empleadas, Nick Leeson abrió una cuenta secreta -la bautizaría "de los errores"-, a la que numeró con cinco ochos, porque el 8 es el número de la suerte para los chinos.

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La naturaleza exacta de las manipulaciones financieras que llevó a cabo Leeson en los tres años siguientes es objeto de controversias entre los expertos y, probablemente, no llegará a conocerse nunca con total precisión. Pero las grandes líneas de lo que ocurría son clarísimas: para ocultar sus pérdidas -que registraba en la cuenta 88888-, Leeson amañaba los informes a sus jefes, a la vez que incrementaba las inversiones (a valores futuros) con la expectativa de una alza que lo resarciera de las pérdidas y dejara beneficios. Era una apuesta peligrosa: al cabo de tres años, en los que hubo leves subidas y caídas en picada de las acciones, Nick Leeson había perdido unos 1.500 millones de dólares. El agujero financiero estalló a la luz el 27 de febrero de 1995, arruinando al Banco y volatilizando los ahorros de millares de profesores, maestros, militares y jubilados que habían comprado bonos del Barings confiados en la solvencia e imagen conservadora del Banco.

La pregunta es: ¿cómo fue posible? ¿Cómo pudo, un operador de segundo nivel, a lo largo de tres años, realizar un embuste tan descomunal sin ser detectado por sus superiores? ¿No había auditorías, investigaciones periódicas, para verificar los informes que recibía la central sobre el movimiento de la oficina de Singapur? ¿O los jefes inmediatos de Leeson sospechaban lo que pasaba y hacían la vista gorda para no verse arrastrados ellos también a la ruina profesional? De otro lado ¿fueron también incapaces de advertir algo anormal las Bolsas de Singapur y de Osaka en las desatinadas inversiones de Leeson, o lo advirtieron y siguieron consintiendo los créditos que ellas suponían a sabiendas de que el resultado podía ser una catástrofe financiera que empañaría su prestigio? Uno tiene la sensación de que, como escarbar hondo en este asunto no sólo causaría muchos estragos a múltiples individuos, sino al sistema financiero y bursátil en general, ha habido una suerte de tácito acuerdo para no hacerlo, y, todos -salvo, quizás, los pobres tenedores de bonos del Barings-, dar por enterrado lo ocurrido cuanto antes. Sólo así se explica que ninguno de los directores y jefes del Banco de los que Nick Leeson dependía haya merecido alguna sanción seria (según una investigación del Financial Times, seis de los siete principales siguen operando, en distintas empresas, en las Bolsas de Londres y de New York), y que la justicia de Singapur, tan ferozmente severa como para penalizar a quien masca chicle en público o arroja un papel en la calle, haya mostrado una lenidad tan grande con el joven yuppy que dejó con el culo al aire al SIMEX (Singapore International Monetary Exchange).

El capitalismo es el sistema más perfecto surgido hasta ahora en la historia para la creación de riqueza. Enraizado en un instinto poderoso, la ambición de poseer moviliza la energía y la inventiva humanas en la creación de bienes y servicios de una manera ilimitada, y, por eso, ha sido la locomotora del progreso tecnológico y científico, el instrumento de la civilización moderna que ha derrotado a sus competidores: el antiquísimo sistema feudal en el pasado y el socialismo estatista en el presente. Ahora bien, este sistema está basado en la libre empresa y el libre mercado, es decir en la competencia, un rivalizar constante de los individuos y las empresas entre sí para conquistar mercados y relegar o desaparecer a los competidores. Éste es un sistema frío, amoral, que premia la eficacia y castiga la ineficacia sin contemplaciones. No es una ideología, no es una religión, no engaña a nadie prometiendo la felicidad ni el paraíso en este o el otro mundo. Es una práctica, una manera de organizar la sociedad para crear riqueza. Por sí solo, deshumanizaría a la sociedad y la convertiría en una jungla despiadada, darwiniana, donde sólo sobrevivirían los más fuertes. Se humaniza gracias a la democracia, con un Estado de Derecho, donde haya jueces independientes ante los que pueden acudir los ciudadanos cuando son atropellados, leyes que garanticen el respeto de los contratos, la igualdad de oportunidades para todos e impidan los monopolios y los privilegios, y unos gobiernos representativos, a los que fiscalice la ciudadanía a través de partidos de oposición y una prensa libre.

De todos los países que conozco, probablemente Gran Bretaña sea el que ha congeniado más estrechamente la democracia y el capitalismo, creando para esta fusión el consenso más vasto y profundo entre sus ciudadanos. Y, sin embargo, ni la desarrollada democracia albiónica ha podido impedir que tenga lugar en su seno un caso tan devastador como el de Nick Leeson, cachorro ambicioso del sistema capitalista cuyas dentelladas acabaron con un banco que parecía inexpugnable y con los ahorros de miles de modestas familias. ¿Por qué la justicia y las instituciones financieras británicas no aprovecharon estas circunstancias para hacer un escarmiento ejemplar? No podían hacer más de lo que hicieron -un simulacro de castigo- sin poner en peligro los fundamentos mismos del sistema gracias al cual Gran Bretaña debe su prosperidad y modernidad.

Porque Nick Leeson no es una anomalía, sino una manifestación desorbitada del sistema capitalista, una encarnación de los excesos a que conduce el apetito y la ambición, gracias a los cuales funciona y alcanza logros extraordinarios. Recordemos que Leeson no robaba, ni empastelaba las cuentas para beneficiarse él. Lo hacía para que el Banco en el que trabajaba aumentara sus ganancias y obtuviera puntos contra sus competidores. Se apartó de los procedimientos lícitos, creyendo que lo hacía temporalmente, y que, al final, la subida de la Bolsa de Tokio, a la que él apostaba, borraría la falta (de hecho, la hubiera borrado). Se equivocó y pagó. Pero el sistema -un sistema que siempre estuvo y estará en la cuerda floja- sigue intacto. Como Gran Bretaña es una democracia, los maltratados tenedores del Barings han logado un desagravio simbólico. El ex-yuppy no podrá aprovecharse de las oportunidades que el sistema ha abierto a su popularidad. Los 800 mil dólares que ganó por su autobiografía y los 160 mil dólares que le ha pagado el Daily Mail para que cuente intimidades le han sido congelados por el Tribunal Supremo. Y de ahora en adelante tendrá que justificar ante el juez cada pago que haga, explicando cómo obtuvo esos fondos. Su mujer no lo esperó a la puerta de la prisión; lo ha dejado para casarse con otro broker. Y, además, en la cárcel de Tanah Merah contrajo un cáncer en el colon, de incierto futuro.

¿Deberíamos apiadarnos de él? No todavía. Respondiendo al llamado de un periódico sensacionalista que ofrecía premios a quien revelara secretos sobre la vida de Nick Leeson, un traficante de drogas que fue su compañero de celda en Singapur jura que Nick le confesó que, de los 1.500 millones de dólares perdidos, sustrajo un par, que tiene escondidos para gastárselos cuando se olviden de él.

© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.

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