Tribuna:

DÍAS EXTRAÑOS La última sesión RAMÓN DE ESPAÑA

A finales de este mes cerrarán sus puertas unos cuantos cines del Eixample barcelonés: el Astoria, el Bailén, los Arkadin... Pero se nos consuela diciéndonos que, a cambio, se nos obsequiará con uno de esos rutilantes multicines que siempre, pero siempre, oigan, están situados en el quinto pino, concretamente donde Cristo perdió el gorro... ¿Ley de vida? Probablemente. Pero uno, que es de natural paranoico, siempre ve en estos signos de los tiempos una conspiración contra el paseante urbano, ese individuo que se echa a la calle y ahora hace un alto para comerse un bocadillo, ahora otro para co...

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A finales de este mes cerrarán sus puertas unos cuantos cines del Eixample barcelonés: el Astoria, el Bailén, los Arkadin... Pero se nos consuela diciéndonos que, a cambio, se nos obsequiará con uno de esos rutilantes multicines que siempre, pero siempre, oigan, están situados en el quinto pino, concretamente donde Cristo perdió el gorro... ¿Ley de vida? Probablemente. Pero uno, que es de natural paranoico, siempre ve en estos signos de los tiempos una conspiración contra el paseante urbano, ese individuo que se echa a la calle y ahora hace un alto para comerse un bocadillo, ahora otro para comprar unos libros y ahora otro más para ver una película. Por motivos que deben de ser muy lógicos, pero que a mí me repatean, la tendencia lúdica del mundo moderno consiste en enviar a ese paseante a lugares lejanos y enormes en los que conviven todas esas ofertas de ocio gastronómico y cultural que uno prefiere encontrarse repartidas por su ciudad. ¡Bienvenidos a la era del mall! Ese es el término que los norteamericanos emplean para sus centros comerciales, esos lugares tremebundos en los que uno, si no hace algo para evitarlo, puede pasarse la vida (o, por lo menos, todo el tiempo que uno no está dedicado a ganársela). En Estados Unidos han florecido como setas, y para mucha gente son la única posibilidad razonable de esparcimiento. Fíjense en los Simpson. Su pueblo, Springfield -denominado así en homenaje a su fundador, el pionero Jehediah Springfield-, es un sitio en el que no hay nada de nada. Cuando Homer considera que Marge, Bart, Lisa y la pequeña Maggie están a punto de morirse de aburrimiento, los mete en el coche y se los lleva al mall, que está a una distancia de 40 o 50 kilómetros. Al igual que ellos, tanto en la ficción como en la vida real, miles de norteamericanos matan las tardes en centros comerciales y acaban convertidos en eso que el cineasta Kevin Smith definió, en su película más floja, como "mallrats" o ratas de centro comercial. España no es Norteamérica y Barcelona no tiene nada que ver con Springfield, pero la lógica del centro comercial se va imponiendo rápidamente entre nosotros. Cada vez hay más gente que parece a punto de quedarse a vivir en la Illa, en el Triangle, en el Maremàgnum o en los Icària. Esto sería muy lógico si todos viviéramos en puebluchos a 100 kilómetros de la civilización en los que no hubiera nada, pero basta con darse una vuelta por el Eixample para comprobar que, como decía el eslogan, en el barrio hay de todo. Les juro que no entiendo porqué pudiéndonos considerar una versión a escala reducida de Nueva York hemos preferido ser un gigantesco Springfield. A mí, en los centros comerciales me pasa como en las ferias de muestras: me aburro mortalmente y a la media hora empiezo a notar síntomas de asfixia. La sensación (falsa, por otra parte) de que en el mismo sitio puedo encontrar de todo sin necesidad de salir a la calle me deprime en vez de animarme. La perspectiva de emplear seis horas comiendo, comprando y yendo al cine sin moverme del mismo edificio me sitúa al borde de la crisis nerviosa. De acuerdo, hubo una época en la que superaba ese número de horas sin moverme del Astoria, pero eran los tiempos en que los inolvidables Aurelio y Adelina llevaban el bar y uno tenía controlada una puerta que permitía colarse en el cine sin soltar el gin tonic (en ese plan asistí a una proyección de La mosca, de David Cronenberg, que me produjo un terror infinito). Además, desde la ventana del bar podías ver la calle, lo cual era muy agradable y te evitaba esa sensación de claustrofobia que fomentan los malditos malls. La represión del urbanita va por fases. Hace años desaparecieron los cines de reestreno, benéficos establecimientos de barrio en los que, a un precio de risa, te podías tragar dos películas que se te hubiesen escapado. Ahora empiezan a palmar los cines de estreno a los que uno puede ir andando tranquilamente: ¿está en marcha un plan para meter toda la oferta cultural de la ciudad en esas enormes cajas tontas que son los centros comerciales?

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