Tribuna:

¿Tendrá fin esta tragedia?

La guerra ha terminado en Kosovo. Las víctimas de ayer surgen del miedo que les ha atenazado durante semanas, les ha llegado el turno de avanzar hacia el futuro con esperanza. Pero mi pensamiento los retiene. ¿Cuándo fue? Ha pasado menos de un mes desde mi visita a Macedonia y Albania. Parece una imagen de la Biblia: convoyes que atraviesan montes y valles a la búsqueda de un lugar seguro, de un paisaje acogedor, multitudes angustiadas en las que maridos y mujeres, padres e hijos extraviados, se buscan, se buscan.

Los padres lloran, los niños sonríen. ¿Qué duele más?, ¿la risa de l...

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La guerra ha terminado en Kosovo. Las víctimas de ayer surgen del miedo que les ha atenazado durante semanas, les ha llegado el turno de avanzar hacia el futuro con esperanza. Pero mi pensamiento los retiene. ¿Cuándo fue? Ha pasado menos de un mes desde mi visita a Macedonia y Albania. Parece una imagen de la Biblia: convoyes que atraviesan montes y valles a la búsqueda de un lugar seguro, de un paisaje acogedor, multitudes angustiadas en las que maridos y mujeres, padres e hijos extraviados, se buscan, se buscan.

Los padres lloran, los niños sonríen. ¿Qué duele más?, ¿la risa de los niños o las lágrimas de los adultos? Ante esos niños uno se siente avergonzado; Ante sus padres, desarmado. Marcados por una desgracia ancestral e implacable, miran en silencio antes de ponerse a contar, y a uno le gustaría esconderse en cualquier lado, allí donde la vida sea más simple y la condición humana menos cruel. Se les ha despojado de sus hogares, de sus fortunas, de sus apegos, incluso de su existencia; ahora parecen pedir explicaciones, por no decir cuentas.

A uno le gustaría hacerles hablar más y a la vez le da miedo lo que puedan decir. Parece que lo que el hombre puede asimilar tiene un límite. Y, sin embargo, no se tiene derecho a no interrogarles. Sus recuerdos que les atormentan, sus heridas incandescentes. Si ellos tienen fuerza para contar, nosotros deberíamos tenerla para abrirnos a ellos. Recuerdos de traición y de abandono, de agonía y de tortura: adolescentes que han asistido a la ejecución de sus padres; viejos que hubieran aceptado morir en lugar de sus hijos; jóvenes violadas, viejas encorcovadas sobre sus recuerdos, humilladas a la sombra de sus casas en llamas. Cuando evocan lo que han tenido que pasar, todos gesticulan al recordar que a menudo los verdugos y torturadores eran sus vecinos.

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¿Cómo describir su universo? Se extiende más allá de las fronteras de su memoria. Miles, decenas de miles de hombres, mujeres y niños se han reunido por puro azar. Víctimas de un fanatismo étnico cuya brutalidad sistemática evoca una época que se creía ya pasada, esperan, alelados, el fin de una guerra fea y sangrienta que tiene el poder implacable del destino.

Voy de un campo a otro, de una tienda a otra. A veces, el director del campo -normalmente miembro de una agencia humanitaria internacional, todos ellos entregados a su causa- aparta a los fotógrafos y a los cámaras: son prisioneros liberados que han dejado atrás a sus familias. Hay que evitar represalias. Entonces cuentan, cuentan, y no terminan de contar sus historias. En medio de una frase se les rompe la voz. Un hombre todavía vigoroso ha presenciado el asesinato de su hermano. Un viejo de cabeza noble es uno de los dos supervivientes de una matanza que costó la vida a 180 prisioneros: su hijo era uno de ellos. Un hombre silencioso no deja de mirarme. Un amigo suyo me confía que en su atestada celda había visto cómo un policía serbio decía a su hijo de cinco años: "Elige al que quieres que mate hoy". Y, sin embargo, tienen suerte: están vivos. Pero sus familias -mujeres y niños- se han quedado atrás, en uno de los pueblos incendiados, o en la montaña. Al evocarles se ponen a llorar como diciendo: las palabras son demasiado pobres para expresar lo que hemos sufrido, mejor escuchen nuestras lágrimas. Entonces las escuchamos apretando los labios.

Paso mucho tiempo con los niños. En todas partes se ocupan de los pequeños refugiados con ternura y amor. Se les divierte como se puede. Hay escuelas improvisadas para que no se aburran. Los israelíes han creado para ellos un centro aparte: oírles cantar canciones israelíes reconforta el corazón. ¿Qué quieren? Volver a casa. Lo antes posible. Antes de que se aproxime el invierno. ¿Pero no están sus casas en ruinas? No importa. Volverán a construirlas.

¿Y los serbios? ¿Cómo van a vivir a su lado? En este punto, las cosas se complican. Y es que, ahora, en ambos lados hay odio: como un muro, el odio se erige para recordar que el olvido tiene un límite. Todos juran con fuerza: no olvidarán, no perdonarán.

Da miedo. ¿Acaso esta tragedia no va a acabar? No habiendo hecho nada para proteger a los albaneses, ¿deberá proteger la OTAN a los serbios, sus torturadores de ayer? ¿Cuánto tiempo tendrán que permanecer los soldados extranjeros en la aplastada provincia de Kosovo para impedir que la muerte siga reinando? ¡Ah!, ¿cuántas cosas puede hacer un individuo en el poder a su desgraciado pueblo, y a sus vecinos, aún más desgraciados? Acusado de crímenes contra la humanidad, la de sus víctimas y la nuestra, ¿el presidente Milosevic será llevado algún día ante el Tribunal Internacional de La Haya para responder de sus sangrientas fechorías? Cuando escribo estas líneas, son los serbios los que vagan por los caminos del exilio. Se les ve en camiones o a pie, atormentados, angustiados. Los refugiados han vuelto a sus casas. Se les ve jubilosos. Como pasaba con Sísifo, uno les imagina felices. ¿Tendrán la fuerza moral de superar su cólera canalizándola hacia la reconstrucción de sus hogares? ¿Es el momento de recordarles que el odio no es jamás una solución?, ¿que no debería ser ni siquiera una opción?, ¿que acabar con el sufrimiento no es jamás una deshonra? El capítulo jugoslavo está lejos de haber acabado.

Elie Wiesel, escritor y premio Nobel de la Paz, ha sido enviado de la Casa Blanca para la ayuda humanitaria en Kosovo.

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