Tribuna:ACERCA DE LA "TERCERA VÍA" DE BLAIR Y SCHRÖDER

Después del liberalismo

No merece pasar a la historia sólo por esa imagen pornográfica en Londres apoyando a Pinochet. Tampoco por las declaraciones de uno de sus ex ministros revelando, desleal, que se dio a la bebida cuando perdió el poder. Ahora que se acaba de cumplir el vigésimo aniversario de su llegada a Downing Street hay que recordar que Margaret Thatcher es una de las protagonistas del siglo XX. Para lo bueno y lo malo. Junto a gente como Roosevelt, Keynes, Lenin, Hitler o Mandela. Ella fue, junto a Ronald Reagan, la inventora de la revolución conservadora de la década de los ochenta, que ha sido heg...

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No merece pasar a la historia sólo por esa imagen pornográfica en Londres apoyando a Pinochet. Tampoco por las declaraciones de uno de sus ex ministros revelando, desleal, que se dio a la bebida cuando perdió el poder. Ahora que se acaba de cumplir el vigésimo aniversario de su llegada a Downing Street hay que recordar que Margaret Thatcher es una de las protagonistas del siglo XX. Para lo bueno y lo malo. Junto a gente como Roosevelt, Keynes, Lenin, Hitler o Mandela. Ella fue, junto a Ronald Reagan, la inventora de la revolución conservadora de la década de los ochenta, que ha sido hegemónica en la ideología del mundo hasta casi el final de siglo. Thatcher fue una de las primeras en darse cuenta de que para que el neoliberalismo tuviese influencia había que transformar el panorama intelectual. Desde su triunfo electoral, el neoliberalismo no ha dejado de reclutar pensadores y dotarse de recursos económicos para propagar sus puntos de vista. El presidente fundador del Institute of Economics Affairs, Arthur Seldon, muy cercano a Thatcher, ha escrito en su libro Capitalismo: "He visto cómo se menospreciaba la herencia intelectual liberal, calificada de obsoleta superstición; cómo se hacía mofa de los intelectuales liberales, tachados de enemigos del pueblo y lacayos del capitalismo; cómo a los jóvenes académicos liberales les volvían la espalda sus colegas de mentalidad colectivista de las universidades, y cómo, en fin, se rechazaba a los escrito-res liberales como a ignorantes sin capacidad de comprensión...". Thatcher asimiló tan peculiar forma de ver la historia y ganó el favor de los ciudadanos con un corpus ideológico muy definido: guerra al Estado, política monetaria a ultranza, absoluta prioridad antiinflacionista, sustitución de la política por el mercado, autogenesia social sobre los más débiles, etcétera. Pretendió destruir para siempre el compromiso histórico logrado en la posguerra entre socialdemócratas y democristianos, causante, según ella, de la crisis fiscal de un Estado amenazado de quiebra. Quizá porque la atención ha estado puesta en la guerra de Kosovo, tal vez por la incomodidad que han supuesto sus últimas apariciones públicas, sus otrora seguidores han olvidado a la dama de hierro cuando a principios de mayo hicieron los 20 años del inicio de su cruzada. Muy poca gente la ha reivindicado, y menos en España, donde tuvo escasas tropas, aunque muy aguerridas y, en algunos casos, fanatizadas hasta la ignorancia. Muy lejos de la fatal arrogancia de antaño. ¿Por qué ganó Thatcher las elecciones, a pesar de un discurso tan antipopular? Venció por los excesos del laborismo, agotado y sobrepasado por las presiones de sus lobbies, por la burocratización de los servicios sociales, por su incapacidad de resolver las huelgas en el sector público (el número de trabajadores que participaron en los conflictos de 1979 fue el mayor desde mayo de 1968; y el número de horas de trabajo per-didas, el más grande desde febrero de 1974, llegando al extremo de trabajar tres días por semana) y por su impotencia para domeñar la inflación. Un año después de Thatcher, Reagan era elegido presidente de EE UU con un panorama genéricamente parecido al de Gran Bretaña: bajo la presión de la crisis económica, la persistencia de altas tasas de inflación y desempleo, y los temores ante lo que era percibido como el crecimiento de las demandas sindicales y de las exigencias del Estado de bienestar (lo que en EE UU fue definido como una revolución del aumento de derechos). ¿Qué queda de ese tiempo y de esa doctrina, que se hicieron tan potentes como para desterrar a la heterodoxia a quien no compartiese su pensamiento único? A partir de los ochenta sucedió lo opuesto de lo que advirtió Seldon: todo aquel que no defendiera las ideas y los intereses de los neoliberales, desde los social-liberales más templados hasta los socialdemócratas clásicos (para qué hablar de los marxistas), fueron calificados de trasnochados, intervencionistas y, por consiguiente, de sospechosos. El debate se ideologizó y las academias y los organismos internacionales multiplicaron los mensajes y los sillones neoliberales. Como en todos los procesos sociales, hubo cosas buenas y malas. Entre las primeras, la fundamental fue la enseñanza de que no puede sostenerse de modo indefinido una economía insana; las luchas contra los desequilibrios macroeconómicos más flagrantes, sobre todo contra la inflación, que fue el principal factor de deslegitimación de los laboristas. En el debe de la operación neoliberal, la desvertebración de la sociedad, la crueldad de sus aparentes soluciones. Del mismo modo que Roosevelt pasará a la historia por sus intentos de humanizar al capitalismo, Thatcher y Reagan lo harán por todo lo contrario, por su insensibilidad para con los débiles, por dividir a la sociedad en campos profundamente hostiles al huir del consenso como de la peste ("no existe la sociedad, sólo existen los individuos", resumió Thatcher), por presumir de tener el monopolio de la verdad. Por su antipatía. Con el thatcherismo y el reaganismo, la desigualdad fue una virtud natural. La revolución conservadora puede ser descrita en términos de una redistribución al revés, como la acentuación de la desigualdad de los ingresos personales y del patrimonio a través de variaciones en el sistema tributario; una modificación de la proporción de sueldos y salarios, y de los beneficios en la renta nacional, en favor de los últimos. Y un cambio en la distribución del poder entre trabajo y capital, en detrimento del primero. La redistribución hacia arriba se vendió como un proceso económico natural, requerido por las demandas de la eficiencia del mercado. En su libro Riqueza y pobreza, el guru del reaganismo George Gilder escribe: "Al enfrentarse a los problemas de la pobreza, uno también debe olvidar la idea de vencer la desigualdad mediante la redistribución... Para aumentar los ingresos de los pobres sería necesario aumentar los niveles de inversión, que a su vez tendrían que aumentar la riqueza, si no el consumo, de los ricos". Sin matices. La gestación de terceras vías en la segunda mitad de los noventa es consecuencia directa de las salidas no traumáticas al neoliberalismo. La futilidad de muchas de las tesis de la tercera vía tiene un componente de esencia doctrinal, pero también ha de ver con el compromiso de sus representantes de no cristalizar en grandes tensiones sociales: ninguno de sus líderes quiere marchas atrás o salir del capitalismo popular (aunque regulándolo) y de una economía sana en crecimiento. Pero sí paliar los profundos desarreglos sociales y la tremenda desigualdad que fomentaron los neoliberales. Al From, presidente del Consejo del Liderazgo Democrático, uno de los think tanks más cercanos a Clinton, ha explicado que el objetivo principal y constante de la tercera vía "es la igualdad de oportunidades para todos, ningún privilegio especial para nadie. Su ética es la responsabilidad mutua. Su valor principal es la comunidad. Su perspectiva es global, y sus medios modernos son fomentar el crecimiento económico del sector privado -el requisito previo hoy para la igualdad de oportunidades- y promover y reforzar un Gobierno que dote a los ciudadanos de los instrumentos que necesitan para prosperar". El manifiesto firmado esta semana por Blair y Schröder, Europa: la tercera vía, el nuevo centro, va en la misma dirección. Estos proyectos serán ambiciosos o estrechos, dependiendo de donde se parte: si se viene de la revolución conservadora, algunas de las propuestas de la tercera vía (por ejemplo, la obligatoriedad de un salario mínimo) pueden ser casi radicales; si se llega desde el modelo socialista sueco o del socialismo francés son conservadoras. En España, tras una década larga con los socialistas en el poder, muchos de sus contenidos suenan a déjà vu. Pero la tercera vía va ganando, una tras otra, todas las elecciones (las últimas, en Israel). En los años ochenta, los socialdemócratas hubieron de acercarse al discurso neoliberal para tener posibilidades de disputar el voto de los ciudadanos. Ahora, el complejo está en el otro campo: la derecha se disfraza de tercera vía e intenta arrimarse a la misma. Por eso, Aznar imita las muecas de Blair. La derecha clásica ha perdido el discurso. Hoy no gusta el esquema antiestatalista de hace una década, sino un Estado y un Gobierno fuertes, que funcionen. Para instalarse definitivamente como una de las corrientes centrales del siglo que acaba y del que empieza, y no ser sólo una anécdota de la historia, una nota a pie de página, la tercera vía tiene que pasar por varias pruebas: la primera, superar con éxito una crisis internacional, y el desarrollo de la guerra de Kosovo -que ha sido un conflicto protagonizado sobre todo por la tercera vía- plantea todavía más dudas que certezas. La segunda, cómo enfrentarse con éxito a una recesión económica, pues hasta ahora ha gobernado con el viento a favor. Si se desatasen una recesión o una crisis internacional, ¿cuáles serían las recetas de la tercera vía? A lo mejor, entonces emergería una ideología menos light.

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