Tribuna:

Una buena noticia para Israel

Pocas veces los resultados de unas elecciones cuentan con un apoyo e incluso significan un respiro tan unánime como en el caso de los comicios celebrados en Israel esta semana. El aplastante triunfo de Ehud Barak sobre Benjamín Netanyahu ha sido una buena noticia para los valedores del proceso de paz, la Unión Europea y EEUU, y, aunque prudentemente expresada, también para los árabes. Pero sobre todo ha sido una buena noticia para Israel.Los tres años de gobierno del anterior primer ministro han incentivado de manera perversa las fracturas sociales existentes en una sociedad israelí compuesta ...

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Pocas veces los resultados de unas elecciones cuentan con un apoyo e incluso significan un respiro tan unánime como en el caso de los comicios celebrados en Israel esta semana. El aplastante triunfo de Ehud Barak sobre Benjamín Netanyahu ha sido una buena noticia para los valedores del proceso de paz, la Unión Europea y EEUU, y, aunque prudentemente expresada, también para los árabes. Pero sobre todo ha sido una buena noticia para Israel.Los tres años de gobierno del anterior primer ministro han incentivado de manera perversa las fracturas sociales existentes en una sociedad israelí compuesta de sucesivas capas de inmigrantes de muy diverso origen y cultura, entre las cuales se dan diferencias socioeconómicas muy agudas. Esa "sociedad en proceso de formación", con ya de por sí grandes dificultades para cristalizar una nueva y global identidad israelí, se ha dislocado en estos últimos años por las actitudes políticas de Netanyahu, que logró llegar al gobierno y mantenerse en él manipulando los miedos de una sociedad con déficit de identidad, que además estaba iniciando un proceso de pacificación con el enemigo histórico que hasta entonces había servido de catalizador de la unidad israelí y que vivía el traumatismo de ver cómo un ciudadano israelí había asesinado al anterior primer ministro Isaac Rabin. Unido a esto, Benjamín Netanyahu ha manipulado el enorme caudal de frustración acumulado por los sectores más desprotegidos de esta sociedad desorientada que ha fracasado en su mito sionista de creación de un israelí monolítico liberando las rivalidades latentes entre las diversas comunidades y haciendo creer a muchos que él representaba la coalición de los excluidos (sefardíes, ultraortodoxos, colonos, inmigrantes rusos), la del pueblo frente a la élite askenazi que tradicionalmente ha dominado la esfera política israelí.

En consecuencia, el vínculo que unía a los aliados políticos de Netanyahu era el deseo de revancha y sus miedos con respecto a la seguridad, lo cual impulsó un proceso agudo de comunitarización que el hasta ahora primer ministro trató de encauzar azuzando la amenaza exterior: aireando el fantasma del enemigo palestino, generando el conflicto con la Autoridad Nacional Palestina y bloqueando el proceso de paz basado en "paz por territorios".

Los resultados de las elecciones legislativas han puesto sobradamente de manifiesto esa fragmentación comunitaria que experimenta la sociedad israelí. Si bien la ley electoral contribuye a la atomización del Parlamento por su sistema proporcional casi puro (con sólo un 1,5% de tope) y por el doble voto para elegir primer ministro y diputados (que permite ejercer el voto político y comunitario), la representación tribal en el Parlamento se ha reforzado indudablemente en contra de los partidos transversales, el Laborista (pierde 7 escaños) y el Likud (pierde 13 escaños). La polarización comunitaria de la sociedad ha quedado claramente patente con el éxito de los ultraortodoxos, que han aumentado sus escaños -notablemente, el Shas, que ha crecido 7 escaños-, salvo el menos tribal, el Partido Nacional Religioso, que representa la corriente histórica del sionismo religioso, que ha perdido 4 escaños. Frente a ellos, Shinui, nuevo partido dedicado a defender radicalmente la opción laica en contra del modelo teocrático, ha logrado el significativo número de 6 escaños. Por su parte, la comunidad rusa, que forma una sociedad aparte en Israel, ha aumentado su representación en 4 escaños (11 entre los dos partidos que los representan), y los árabes israelíes, en 2 (7 entre los dos partidos que les representan).

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El traspaso de poder a los laboristas, de acuerdo con su discurso y programa, significa un cambio de sensibilidad y una toma de conciencia de que hay que resolver el acuciante problema de la identidad, de ahí su eslogan electoral Un Israel. Identidad que exige un proyecto común que vaya más allá de la lucha contra el enemigo exterior y que reconcilie no sólo a laicos y ultrarreligiosos, a judíos orientales y askenazíes, sino que también reflexione sobre la necesidad de integrar a ese 18% de la población israelí que no es judía. Los definidos como árabes israelíes, palestinos (cristianos y musulmanes) que se quedaron en Israel cuando se creó el Estado, son, de iure, ciudadanos de pleno derecho pero, de hecho, de segunda categoría, porque no forman parte del consenso fundacional y han sido tradicionalmente percibidos como un cuerpo extraño en el Estado judío. Este sector israelí ha experimentado un proceso de modernización y politización que, unido a su relevante y creciente peso demográfico, es una comunidad que no ve compensada su fuerza social y electoral con su influencia política, completamente irrelevante. La visibilidad simbólica de Azmi Bichara, que decidió presentarse como candidato presidencial, ha respondido a la necesidad de expresar que existe un debate y una realidad en Israel que se plantea en torno al modelo de Estado binacional.

Con respecto al proceso de paz, los laboristas representan una opción dispuesta al compromiso y una sensibilidad política muy diferente a la de sus predecesores, lo cual es completamente acorde con el sentir de la mayoría israelí, que en su 70% está a favor de continuar el proceso de paz. De hecho, que el rey de Marruecos, cuya relación histórica e influencia sobre la comunidad judía marroquí no es irrelevante, declarase discretamente que esperaba que en Israel se votase por la paz, o que el rey Abdalá de Jordania recibiese a Ehud Barak antes de las elecciones, ponía cuando menos de manifiesto el interés árabe de que Netanyahu no ganase las elecciones.

Si bien la negociación no va a dejar de ser complicada y difícil para los palestinos (Barak ya ha afirmado su posición sobre la indivisibilidad bajo soberanía israelí de Jerusalén y su convicción de que no se puede volver a las fronteras del 67 y de que algunos bloques de asentamientos judíos en Cisjordania habrán de quedar bajo su jurisdicción), se trata de reactivar el proceso y las negociaciones y de trabajar con una clase política israelí que, expresado con eufemismos o claramente, en el fondo cree que es inevitable el Estado palestino, si bien existen corrientes diversas en el seno del liderazgo laborista sobre cómo plasmar dicha realidad. Asimismo, todo indica que existe la voluntad de aplicar los acuerdos de Way River y continuar las negociaciones sobre el Estatuto Final, de retirarse en un año de Líbano y tratar de recuperar el diálogo con Siria. En el fondo es volver a 1996, pero con más asentamientos construidos por el Gobierno de Netanyahu, con Har Homa en marcha y con una pérdida de confianza por parte de árabes y palestinos hacia sus interlocutores israelíes.

Para poder llevar a cabo esa amplia y complicada agenda política interna y externa, el líder del partido laborista debe garantizarse la coalición más amplia posible, a fin de contar con un gran consenso y base social. La matemática de los resultados no permite la posibilidad de crear un Gobierno de coalición con sólo el sector progresista laico, a no ser que se cuente con los árabes israelíes. Hoy por hoy, un Gobierno fuerte no se construye en Israel si, para mantenerse en el poder, depende del apoyo árabe-israelí. Al menos sería un aldabonazo histórico. Por tanto, cabe la posibilidad de constituir un amplio Gobierno de unidad nacional que integre al Likud, una vez que Netanyahu se ha retirado de la escena política, con el Meretz, Shinui, el partido de centro de Mordechai y los rusos de Yisrael Ba-Aliya, si es que estos últimos superan sus prejuicios históricos contra la izquierda. Si no, la coalición habrá de contar con Shas, prescindiendo de Meretz y Shinui. La entrada en el Gobierno laborista de Shas no sería ninguna novedad, ya se hizo con Rabin, y tradicionalmente este partido religioso continuaría desempeñando el papel de bisagra que le ha permitido obtener ministerios clave para su concepción social como el de Educación. No obstante, si bien no serían conflictivos con respecto al proceso de paz -tema en el que generalmente no están interesados-, sí plantearían un potencial riesgo para la agudizada dualidad israelí laico-religiosa.

La tarea no es fácil, pero es mucho lo que está en juego en el futuro inmediato. Para ello se necesita un Gobierno fuerte y cohesionado capaz de producir un proyecto común interno y una paz en Oriente Próximo que se construya con un Estado palestino.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.

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