Un milagro en los Balcanes

Las familias albanesas de Albania y Macedonia acogen solidariamente en sus pequeñas viviendas a la mitad de los deportados kosovares

Y. MONGE/X. VIDAL-FOLCH Amor escondido por el odio, esperanza en el corazón del horror. Un paraíso se agazapa, silencioso, dentro del infierno de los Balcanes. El paraíso de la solidaridad. "Estas familias albanesas que acogen a los refugiados son el verdadero milagro de la operación humanitaria", define Stefan di Mistura, el enviado especial del secretario general de la ONU. Y es que acogen a la mitad de los expulsados llegados a Macedonia y Albania. La mitad. Son los más pobres. Comparten el escaso espacio y el calor humano, su único patrimonio, con los deportados kosovares

"Me siento...

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Y. MONGE/X. VIDAL-FOLCH Amor escondido por el odio, esperanza en el corazón del horror. Un paraíso se agazapa, silencioso, dentro del infierno de los Balcanes. El paraíso de la solidaridad. "Estas familias albanesas que acogen a los refugiados son el verdadero milagro de la operación humanitaria", define Stefan di Mistura, el enviado especial del secretario general de la ONU. Y es que acogen a la mitad de los expulsados llegados a Macedonia y Albania. La mitad. Son los más pobres. Comparten el escaso espacio y el calor humano, su único patrimonio, con los deportados kosovares

"Me siento como en Goma", aquel campo de refugiados en Zaire, el peor del mundo, musita la comisaria europea Emma Bonino, recorriendo los del norte de Albania y de Macedonia. "¡Y esto sucede a una hora de vuelo de Roma!", se rebela. De pronto irrumpe en la minúscula vivienda de los Musa, en Tetovo, junto a Skopje. Donde habitaban siete personas -una familia con tres varones mayores de edad y los tres en paro en apenas 50 metros cuadrados- se apelmazan ahora 29 personas. Sólo alfombra lisa y limpieza, se camina descalzo. Los niños corretean y juegan, sonríen. Es "el bálsamo de la solidaridad", respira aliviada.

Escucha, con un nudo en la garganta, a Shefti Ilyseni, 70 años, uno de los tres cabezas de familia de los huéspedes de los Musa. Vino de Blace, hace dos meses aquel caos fronterizo y embarrado. Antes le forzaron a abandonar su pueblo. Contempló atónito tres asesinatos y el deambular sin norte de 30 disminuidos en sillas de ruedas. "Perdí a la mitad de mi familia, me trajeron en tren". Está emocionado. "Me aceptan como a alguien de casa, de toda la vida", agradece, "eso me conforta en los peores momentos, al caer el sol".

Los chavales escuchan, protagonistas y distantes de todo. Comparten rancho -los Musa reciben aún pocos víveres-, acuden a la escuela pública del barrio y al hospital local, que es gratuito; lo gestiona un médico albanomacedonio.

La historia de Shefti calca la de sus 260.000 paisanos acogidos a la hospitalidad privada de los albaneses de Albania (tres millones de habitantes) o de los 80.000 de Macedonia (una población de dos millones). Entre ambos países, las familias acogen a la mitad de los deportados. El milagro. Pobres, aportan silenciosamente tanto como la comunidad internacional, rica, entre fanfarrias. En los domicilios de Tetovo se bate el récord: 47.000 huéspedes para una población que con su llegada se ha doblado hasta 82.000. Y las neveras están casi vacías.

Una docena de familias presta igual apoyo que España entera. Y se disponen a echar el resto aún más. "Podríamos acoger a otro millón", asegura el primer ministro albanés, Pandeli Matjko. "En Macedonia les ayudamos nosotros, la gente de la minoría albanesa, o la comunidad internacional dentro de los campos, pues este Gobierno no gasta un céntimo en refugiados", protesta el líder del Partido Democrático Albanés, Arben Xhafari. "Acogeríamos de buena gana a otros 50.000 pero no tenemos permiso", lo impide la mayoría nacionalista en el Gobierno de coalición, que le tienta abandonar, pero se niega, por mor de crear un entorno apropiado a los recién llegados.

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A la puerta del domicilio de Agim Kurtishi se alinean, como en el de los Musa, 16 pares de zapatos. Botas de hombre, sandalias de niño, zapatillas de mujer. Faltan aún cinco pares. Cuando llegue la noche, 21 personas intentarán conciliar el sueño sobre un despliegue de colchones y mantas cuarteleras que invade todos los rincones. La casa es minúscula. Se cruza de la cocina al baño y del salón al dormitorio, pasando por el recibidor, en menos de 10 zancadas. Unos dormirán, los pequeños. Otros, como el abuelo Seldom, de 79 años, saben ya que jamás descansarán. "Es el peor momento, cuando intentas cerrar los ojos y la única imagen que te aparece es tu casa en llamas".

Darán las once. En la vivienda de Agim se accede al baño pisando un pie. "Anoche tropezaste conmigo y pisaste mi muñeco", recrimina Fitim, cinco años, a su hermano Adem, de nueve. Ambos son hijos de Agim. El tercero aún no anda, "se despertará a media noche y gateará hasta nosotros para tirarnos del pelo y agarrarnos la nariz", protesta Fitim. El dormitorio -era también salón- lo ocupa ahora el refugiado Suleimán con su mujer y cuatro hijos. Lo comparten con Vjolca, 31 años, y sus cuatro peques, nacidos en Obilic, junto a Pristina. Vjolca no sabe nada de su marido desde hace un mes largo: "Lo perdimos en la huida, daba de comer a los animales cuando nos echaron los paramilitares serbios".

El benjamín de los dueños pregunta a las hijas de Vjolka por su padre. "Cómo si no supiéramos que está en las montañas, luchando con el Ejército de Liberación de Kosovo", fantasea Fitim. Pero no es cierto, son historias de niños fascinados por los renombrados guerrilleros a quienes jamás vieron.

Fantasías infantiles, sueños truncados de los viejos, pasión solidaria. "No sé qué habría sido de nosotros si no nos hubieran acogido", balbucea el anciano Seldom Hamiti. Sabe que no vivirá bastante para brindar a los Kurtishi el agradecimiento que merecen.

Agradecido a sus huéspedes

Pero es el que da hasta su propio lecho quien se siente agradecido. "Es lo menos que podíamos hacer", contesta Agim, como la cosa más normal. "Cada noche desde que comenzó la guerra iba al centro del pueblo para ver cómo ayudar", relata. Primero llegaban pocos, en coches desvencijados y todavía con pasaportes. Fue en la noche del 29 de marzo cuando encontró a los 16 que enseguida serían sus huéspedes. "Allí estaban, en la plaza, somnolientos y asustados, venían en dos Mercedes muy viejos", describe. "Vamos a casa", le dijo Agim a Seldom. Ese "vamos" incluía a su mujer, Hazmie; al primogénito de ambos con esposa y cuatro retoños; a Volkja y sus cuatro hijos; a un primo, su esposa y el bebé de seis meses. Dieciséis deportados de Milosevic. Retazos dispersos de un clan familiar aún más numeroso, cuyos otros miembros, dispersos, nadie sabe dónde recalan. "Soy un hombre con suerte", reflexiona Agim, 37 años. "Tengo a todos los míos junto a mí, y ahora mi familia ha crecido, no quiero que me den las gracias, los hermanos no tienen que agracederse nada", espeta. Agim posee una pequeña tienda de textiles. Gana unas 116.000 pesetas mensuales. Ahora hay que repartirlas entre muchas bocas. "Nunca son demasiadas", proclama. Es el milagro.

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