Tribuna:

Alfons Roig

MIQUEL ALBEROLA Días antes de perecer estrangulada en el jardín de su chalé de los Alpes franceses, madame Kandinsky había mandado una tarjeta postal al padre Alfons Roig en la que le recriminaba la espaciada frecuencia de sus cartas. La había conocido en París en los años cincuenta, en plena batalla entre el arte figurativo y el abstracto, y siempre lo obsequiaba con una caja de pasteles rusos. Don Alfons tuvo dos notables pasiones: el arte y los pasteles, que en el fondo se parecen hasta la confusión. La viuda de Kandinsky le daba las dos cosas, por eso conceptuaba su muerte como una de las...

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MIQUEL ALBEROLA Días antes de perecer estrangulada en el jardín de su chalé de los Alpes franceses, madame Kandinsky había mandado una tarjeta postal al padre Alfons Roig en la que le recriminaba la espaciada frecuencia de sus cartas. La había conocido en París en los años cincuenta, en plena batalla entre el arte figurativo y el abstracto, y siempre lo obsequiaba con una caja de pasteles rusos. Don Alfons tuvo dos notables pasiones: el arte y los pasteles, que en el fondo se parecen hasta la confusión. La viuda de Kandinsky le daba las dos cosas, por eso conceptuaba su muerte como una de las mayores desgracias para la cultura europea. La mujer de Kandinsky influyó más en el arte valenciano contemporáneo que las acuarelas abstractas del propio Vassili Kandinsky. Había desempeñado un papel decisivo en la vida intelectual del padre Roig, que a la vez fue determinante para muchos artistas plásticos valencianos, que aprendieron casi todo sobre el arte vivo que sucedía en el exterior en las inmediaciones de su sotana. Había llegado haste el arte desde la liturgia, y habría llegado a santo si no le hubiesen gustado tanto Picasso y las tartas, una combinación que el arzobispo Olaechea consideraba pecado mortal. Recuerdo historias como éstas de la boca de aquél sacerdote bondadoso que se estaba quedando ciego y ya había decidido que el cielo estaba en el norte de La Vall d"Albaida. Soplaba el viento de levante refrescando una tarde de julio de finales de los setenta, y estábamos tumbados en unas hamacas de madera y lona, bajo la sombra de un algarrobo de costilla de asno. Había unos cipreses como frailes haciendo guardia y la cresta parabólica del Benicadell protegiendo el valle hacia mediodía. A nuestras espaldas estaba la ermita del siglo XVIII, con una cocina tan interesante como su altar. Don Alfons hablaba de pasteles y de Julio González, y aquel sermón era muy nutritivo porque tenía muchas calorías. Luego, para desempalagar, tomamos una infusión de poleo silvestre de aquel monte santo de Llutxent que eligiría como sepultura. Estos días, una exposición en Valencia recuerda al padre Roig a través de algunos libros que estaban en aquel recinto en el que el arte y la repostería constituían un mismo frente.

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