El lado oscuro de una ciudad modelo

Una sucesión de seis brutales asesinatos en apenas quince meses altera el pulso ciudadano de Vitoria.

Lo negro resalta más sobre un fondo blanco. En este caso, el escenario es Vitoria, la ciudad modélica por su calidad de vida, y la mancha, una sucesión abrupta de crímenes de singular violencia. El pasado jueves, un nuevo homicidio de esta índole ponía el punto y seguido a una serie de seis muertes brutales en apenas quince meses, cinco de ellas concentradas entre el 29 de enero y el 13 de agosto del año pasado. Demasiados sobresaltos, en cualquier caso, para una ciudad confortable y de dimensiones humanas, casi nada acostumbrada a la crónica negra, más allá de los ocasionales zarpazos que...

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Lo negro resalta más sobre un fondo blanco. En este caso, el escenario es Vitoria, la ciudad modélica por su calidad de vida, y la mancha, una sucesión abrupta de crímenes de singular violencia. El pasado jueves, un nuevo homicidio de esta índole ponía el punto y seguido a una serie de seis muertes brutales en apenas quince meses, cinco de ellas concentradas entre el 29 de enero y el 13 de agosto del año pasado. Demasiados sobresaltos, en cualquier caso, para una ciudad confortable y de dimensiones humanas, casi nada acostumbrada a la crónica negra, más allá de los ocasionales zarpazos que el terrorismo dio en sus calles.

Es por eso que la reacción de sus habitantes ante el rosario de cráneos destrozados y cuerpos apuñalados y troceados ha sido de estupor y sorpresa antes que de alarma. Acostumbrados a una tranquilidad que ya es reclamo turístico, los vitorianos han descubierto con incredulidad que por debajo de la corteza de bienestar europeo que luce la ciudad corren también impulsos criminales de desconcertante irracionalidad, y han sentido la corriente de inquietud que produce el conocer que ese vecino que les saludaba atento en la escalera ha sido la última víctima o puede ser el asesino.

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Matar por compasión

Esos rituales testimonios de incredulidad que recogen las crónicas de sucesos se repitieron el pasado viernes, al romper el día, en en número 1 de la calle Obdulio López de Uralde. Unas horas antes, Jesús R. Verástegui, de 39 años, se había presentado, aturdido y ensangrentado, en la comisaría de la Ertzaintza. Los agentes no terminaron de creer la historia que contaba hasta que penetraron en el primero B. Efectivamente, su madre, Ángela Sacristán, de 69 años, viuda desde hace veinte, se encontraba tumbada en el sofá, con la cabeza destrozaba a martillazos. Y había cerca un segundo cuerpo, el cadáver estrangulado de un perro, el cooker spaniel que madre e hijo mimaban. Pero estos magníficos ingredidientes para una película de serie B naufragaban en el móvil. Jesús R. Verástegui, perteneciente a una familia alavesa de gran abolengo, declaró que puso fin a la vida de su madre por compasión, para evitarle sufrimientos por las penurias de una decadencia económica imparable, y que acabó con la del perro para preservarle del abandono. El autor del crimen, "un chico muy educado, aunque reservado", según los vecinos, no tenía oficio ni estudios y nunca había trabajado.

Aunque este caso comparte con los que le precedieron similitudes respecto a la tipología de la víctima, la fuerza y el arma empleada -aunque en Vitoria hay una fábrica de pistolas, en sus crímenes el metal se utiliza para golpear y clavar- desentona por su motivación humanitaria. Porque en los demás el mecanismo desencadenante fue la codicia, el robo, con la única excepción del acuchillamiento mortal del joven magrebí Youssef Borrouhu, de 20 años, ocurrido el 12 de mayo pasado a la salida de una discoteca.

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José Antonio Varela, jefe de la comisaría de la Ertzaintza de Vitoria, ha tenido que repetir muchas veces durante los últimos meses que "estamos ante un brote de criminalidad excepcional y de difícil repetición". Las estadísticas, citadas también por la fiscalía, dicen que cinco o seis homicidios anuales es lo que corresponde a una ciudad de la población (218.000 habitantes) de Vitoria. Pero sucede que lo habitual era que se produjeran muchos menos.

De hecho, cuando aquel 29 de enero de 1998 se inició la serie con el espantoso asesinato del anticuario Quintana, las últimas muertes violentas databan de 1995. El cadáver de Ángel Quintana, de 72 años, propietario de un conocido almacén de antigüedades en el casco medieval, fue descubierto ese día en la trastienda, rodeado de un gran charco de sangre. No había existido violencia en el establecimiento, pero sí, y abundante, contra el dueño: su cráneo presentaba tres fracturas mortales causadas por dos candelabros, un almirez y un reloj de sobremesa; todos ellos antiguos y pesados. El móvil fue el robo de una valiosa colección de relojes autómatas del siglo XVIII. Las piezas no han sido recuperadas, pero el presunto autor fue detenido tras una laboriosa investigación. Se trata de José Carlos Josemaría, un abulense de Arévalo, de 37 años, relacionado con el negocio de las antigüedades y acuciado por las deudas.

Los ecos del caso todavía rebotaban, cuando la ciudad se vio conmocionada por un caso aún más espantoso. Los seis bolsas de basura que los empleados del servicio de limpieza recogieron en la calle Burgos el 8 de mayo tenían un siniestro contenido: otros tantos trozos del cuerpo de una mujer. La víctima, Esther Areitio, de 55 años, viuda desde cinco años antes y sin hijos, que vivía sin otra compañía que la de su gato. Hija del fundador de la histórica fábrica de cremalleras Areitio, trabajaba en la Escuela Oficial de Idiomas.

En el piso no había rastros de desorden ni de otro tipo. El autor o autores del asesinato utilizaron guantes de goma y un cuchillo militar para el descuartizamiento de la víctima y se cuidaron de limpiar toda la sangre. Los investigadores echaron en falta dos piezas de joyería de alto valor y comprobaron que la misma noche del crimen se realizaron dos extracciones por importe de 172.000 pesetas con sus tarjetas de crédito en cajeros próximos. La cámara de vigilancia de una de las sucursales grabó en la primera de las operaciones a una persona joven, pero la mala calidad de la imagen impidió una identificación. Hasta hoy, el caso de la profesora descuartizada, archivado provisionalmente, guarda todos sus misterios.

El suceso conmocionó profundamente a la sociedad vitoriana, tanto por su truculencia como por la personalidad de la víctima. No iba a ser la última sacudida. Apenas un mes más tarde, el 9 de junio, otra persona que vivía sola recibía la visita mortal de su asesino. Fue en pleno centro de la ciudad. La víctima se llamaba Acacio Pereira, muy conocido por haber regentado durante décadas una tradicional tienda de cordelería y cestería. A Acacio, de 72 años, soltero, con cáncer de hígado, alguien fue a buscarle los ahorros y le dejó herido de muerte en su domicilio, con dos puñaladas y maniatado.

La cosecha siniestra de 1998 se cerró el 13 de agosto, con la ciudad semivacía. Un mediano empresario de máquinas tragaperras, Agustín Ruiz, de 72 años, fue encontrado muerto por su hijo en el interior de una lonja-taller donde las reparaba y guardaba. El asesino le acometió en la puerta con un objeto punzante y lo remató en el interior con golpes en la cabeza y nuevas heridas de arma blanca. También en este caso sigue suelto.

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