Tribuna:

El mito y la violencia

Desde la perspectiva del análisis de los movimientos sociales, y salvando las enormes diferencias en el contenido ideológico, no dejan de existir puntos de contacto significativos entre la revolución iraní que encabezara hace 20 años el ayatolá Jomeini y el nacionalismo vasco. En ambos casos se trata de respuestas cargadas de violencia a un proceso de modernización conflictivo que proponen como alternativa un vuelco radical cuya legitimidad se apoya en los supuestos valores del pasado. Valores positivos, sacralizados -de la comunidad shií fiel a Alí, en un caso; de la virtuosa y feliz sociedad...

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Desde la perspectiva del análisis de los movimientos sociales, y salvando las enormes diferencias en el contenido ideológico, no dejan de existir puntos de contacto significativos entre la revolución iraní que encabezara hace 20 años el ayatolá Jomeini y el nacionalismo vasco. En ambos casos se trata de respuestas cargadas de violencia a un proceso de modernización conflictivo que proponen como alternativa un vuelco radical cuya legitimidad se apoya en los supuestos valores del pasado. Valores positivos, sacralizados -de la comunidad shií fiel a Alí, en un caso; de la virtuosa y feliz sociedad rural vasca del antiguo régimen leal al cristianismo y a la limpieza de sangre, de otro-, que contrastan con la degeneración del presente. Esa carga de sacralidad, con la satanización del adversario y la exaltación de los mártires propios, nos sitúa de lleno en el espacio de la religión política.Pero no en el integrismo. La mitificación del pasado no sugiere el regreso a una era tribal o, cuando menos, previa a la industrialización, como para el islam pudo ocurrir con el wahabismo de Arabia Saudí o para el País Vasco con el carlismo, sino a la introducción de los valores tradicionales en el molde de una sociedad y una economía modernas. Para alcanzar ese propósito son empleadas técnicas asimismo actualizadas, e incluso tiene lugar la adopción de un discurso progresista en el cual despuntan a partir de los años sesenta las tomas de posición antiimperialistas propias de los movimientos de liberación nacional. De este modo, el fondo regresivo de la ideología queda enmascarado y es posible lanzar una operación populista para captar amplios apoyos sociales. En fin, como la conciliación de las dos dimensiones reaccionaria y sacralizada, de una parte, y populista, de otra, únicamente puede alcanzarse en el plano de lo imaginario, su materialización en la práctica exige un uso intensivo de la violencia. Al ser inalcanzable el orden armónico que siempre constituye el núcleo de las promesas por parte de las religiones políticas, el consenso es forjado sirviéndose de la intimidación, de las coacciones físicas y, llegando el extremo, del crimen político. Tanto en el Antiguo Testamento como en la política contemporánea, una vez designado el correspondiente diablo, la construcción del paraíso va unida a la espada del arcángel san Miguel.

Aquí terminan las semejanzas y empiezan las diferencias abismales que harían inútil insistir en la comparación. Si acaso valdría la pena reseñar que, a pesar de su espectacular sumisión de lo político a lo religioso, la revolución islámica se tomó en serio la cuestión de organizar en Irán la participación política, de modo que, a pesar de todas las cortapisas establecidas, ésta sigue su propia lógica, introduciendo un elemento tras otro de democracia en el sistema. Hasta el punto de que va inclinándose en sentido positivo el enfrentamiento entre los seguidores tradicionales del imam difunto, de un lado, y los religiosos y laicos partidarios de una reforma progresiva, de otro. Otras cuestiones, como el status efectivo de la mujer bajo el velo o el respeto a los derechos humanos, parecen todavía de difícil solución. Pero, de momento, es clara la orientación política hacia una democracia, aún mediatizada.

Esa aceptación resulta más difícil en el caso del nacionalismo vasco, ya que desde el momento de su definición la lógica interna del proyecto es de naturaleza religioso-militar, inspirándose en el antecedente de las guerras carlistas y en el molde organizativo de esos gudaris de Cristo que integran la Compañía de Jesús. Desde el planteamiento racista clásico, basado en la contraposición de lo puro (lo vasco) y lo impuro (lo español), sólo resulta lícito plantear el exterminio de lo segundo. En la historia del nacionalismo, la democracia podrá ser asumida por el sector moderado del sabinianismo, pero siempre acaba por convertirse en instrumental de cara al fin último del movimiento. De ahí, la búsqueda de un disfraz que, de hecho, represente su negación, como ocurre con la Asamblea de Municipios Vascos: democracia vasca para evitar los riesgos de la representativa. Con el apoyo de la práctica o la aceptación cómplice de la violencia. El dualismo esencial lo determina todo. Según me explicaba hace más de 20 años Iker Gallastegi, describiendo la mentalidad de los jóvenes independentistas, poco interesados por cuestiones teóricas: "Aquí Euskadi, allí España".

Lo demás se deduce de ese postulado fundamental.

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