Tribuna:

Ray Lóriga y Deusto

Criticar a otro escritor, que será siempre la competencia, es muy fácil. Puedo decir de Ray Lóriga que no escribe, sino que taquigrafía y seguro que habrá alguno que esté de acuerdo. Pero he oído demolerle los argumentos; dicen que es imposible que un madrileño común y moliente se encuentre una pistola en un taxi, como pasa en una de sus novelas. Esas cosas no ocurren en este país; sólo en Reservoir dogs. Pues no estoy de acuerdo. Sí suceden y no en Madrid, sino en Bilbao, donde hace años que viene pasando de todo. Fíjense, si no, en la calle Botica Vieja, tranquila donde las haya. Tengo un am...

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Criticar a otro escritor, que será siempre la competencia, es muy fácil. Puedo decir de Ray Lóriga que no escribe, sino que taquigrafía y seguro que habrá alguno que esté de acuerdo. Pero he oído demolerle los argumentos; dicen que es imposible que un madrileño común y moliente se encuentre una pistola en un taxi, como pasa en una de sus novelas. Esas cosas no ocurren en este país; sólo en Reservoir dogs. Pues no estoy de acuerdo. Sí suceden y no en Madrid, sino en Bilbao, donde hace años que viene pasando de todo. Fíjense, si no, en la calle Botica Vieja, tranquila donde las haya. Tengo un amigo que vivió allí, en una buhardilla de lo más coquetona y mi información es de primera mano. Cambiaré los números de piso y no citaré el portal; mi amigo es buena persona y no quiere perjudicar a sus ex vecinos, que viven en una zona que se revaloriza día a día. Si son ex vecinos, lógicamente, es por algo. Mi amigo y su novia salieron de allí pitando tras haber vivido algún tiempo sumergidos en una sinópsis de Hill Street. Salen pistolas, traficantes, esquizofrénicos, ninfómanas y seguidores de la Pantoja. Esto último es el toque cañí; lo único que faltaba para hacerle a uno la vida insostenible. Unos inmigrantes africanos alquilaron un, pongamos, tercer piso. Eran silenciosos y correctos; buenos vecinos porque no daban la lata. Algunos cotilleaban y mi amigo, antirracista él, decía: "Sí, son negros, ¿y qué?" Tiempo después tuvo que comerse sus palabras; el mito del buen salvaje cayó en picado. Bueno, en picado, no. Cayó con soponcio justo una mañana en que sonó el timbre, mi amigo abrió la puerta y un policía de paisano, con aspecto de vigilante de la playa y un pistolón en el cinto, le dijo algo así como: "Buenas, soy la policía". No venía a que le firmaran una multa. Mi amigo se ató el albornoz, entró en el dormitorio y, un tanto demudado, le dijo a su novia: "Mi vida, la poli". Se sentaron y se tomaron 17 tazas de valeriana mientras se iban enterando de que esos negros tan discretos tenían montado un piso franco con un hermoso alijo de heroína que, después, se vendía en un conocido garito de salsa. La noticia, a su momento, salió a todo bombo en prensa y telediarios. Pero una cosa es verla en la tele, igual que se ve una reposición de Los ángeles de Charlie, y otra vivir unas semanas con pacto de silencio -exigido por el paisano-, bajo vigilancia y con dos o tres agentes sentados en las escalerillas del portal con las manos en los bolsillos y mirando a mi amigo, que partía con su maletín al trabajo, con ojos de radiografía y cara de "ya-sé-que-los-sábados-fumas-canutos". Mientras tanto, en un, pongamos, cuarto piso vivía un esquizofrénico. Podía llamarse Norman Bates pero no. Tenía un nombre mucho más nuestro, como Iñaki o Federico. El muchacho le pegaba palizas a su madre y la buena señora pedía auxilio a mi amigo para que la escondiera. ¿Dónde esconder a una mujer adulta en una buhardilla diminuta? En la bañera, por supuesto. Y allí estaba la pobre señora, oculta tras unas cortinas floreadas, con las canillas temblándole y una torturante gotita de agua rebotando sobre su crisma. El esquizofrénico corría y chillaba y hacía esas cosas que hacen los esquizofrénicos. Después venía la ambulancia y mis amigos se tomaban otros doce tazones de tila. No por el esquizofrénico sino porque en un, pongamos, quinto piso vivían unos fervientes admiradores de la Pantoja que amenizaban el trasiego policial, los correteos del zumbado y su madre, con sesiones de alto volumen de marinero de luces surcó la bahía. Así día y noche. En semejante ambiente es lógico que los habitantes de un, pongamos, segundo piso se convirtieran en una pareja liberal y decidieran montar tríos y cuartetos con multiorgasmia, lluvia dorada, beso negro y alaridos de satisfacción. Probablemente, abrumados por el estrés, decidieran dar rienda suelta a sus pulsiones y sacudirse los nervios de encima haciendo terapia de grupo a la hora de la siesta sobre la mesa del comedor. La odisea terminó con final feliz y las aguas volvieron a su cauce; mi amigo y su novia se largaron. Son quienes me han contado todo y me han sugerido que llame a Lóriga para ponerle al corriente. Quieren que le diga que está desfasado y que sus argumentos, estilo Jane Austen, son sosísimos y ya no se llevan nada.

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