Tribuna:

Por Navidad

Alguna vez ha ocurrido que el silencio se hace un hueco entre el ruido incesante del tráfico, y el milagro se completa con el silbido de un afilador que se anuncia por la calle Barquillo, por la de Santo Tomé, por Almirante, calles estrechas que proyectan esa música arcaica para arriba. Si uno está todavía medio dormido puede ser que este melodía fortuita se cuele en los umbrales del sueño y te sientas transportado a la cama de la infancia, a un pueblo, donde uno iba despertando gracias a las voces de las mujeres que venían de la calle, o al paso de un animal, a unas campanas o a un afilador. ...

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Alguna vez ha ocurrido que el silencio se hace un hueco entre el ruido incesante del tráfico, y el milagro se completa con el silbido de un afilador que se anuncia por la calle Barquillo, por la de Santo Tomé, por Almirante, calles estrechas que proyectan esa música arcaica para arriba. Si uno está todavía medio dormido puede ser que este melodía fortuita se cuele en los umbrales del sueño y te sientas transportado a la cama de la infancia, a un pueblo, donde uno iba despertando gracias a las voces de las mujeres que venían de la calle, o al paso de un animal, a unas campanas o a un afilador. Eran los sonidos del día, sonidos muy limpios, que se dibujaban entre silencio y silencio."Ustedes no saben lo que es el silencio", decía Paul Bowles. Es verdad, ese silencio del que habla Bowles ya no existe, el silencio sólo interrumpido por las voces humanas en los cafés, en los parques. Me contaba una vieja del Paseo del Prado cómo en su juventud dejaba el balcón abierto para escuchar las melodías que llegaban de la orquesta del Ritz como una promesa de futuros amores. Santiago Ontañón tiene escrito que los golpes de risa de Federico García Lorca resonaban en el Paseo de Recoletos y se convertían en un anuncio de su presencia. Uno lee que el que fuera alcalde socialista de Granada, Fernández Montesinos, acompañó a Manuel de Falla a pedirle al dueño de unos carruseles que bajara la música, que el maestro la oía desde su carmen del Albaicín y no podía concentrarse. Parece que son cuentos de otro siglo, pero no, no hace tanto, cosas así ocurrían en los años treinta. Ese silencio en la ciudad está definitivamente perdido, y ese silencio en Madrid se presenta como algo irrecuperable. Se acercan las Navidades y lo único que se te ocurre es buscar una puerta para salir huyendo. Este año, como otros, el Alcalde ha apostado por la libertad y anuncia que no habrá restricciones para el tráfico. Gracias: llevaremos el coche hasta la misma Puerta del Sol, aparcaremos en doble fila y pitaremos continuamente para festejar los atascos navideños. Gracias. El Alcalde no quiere ni que se le enfaden los comerciantes ni que se le enfade el dueño del coche porque, además, estaremos de acuerdo en que eso es lo bonito de la Navidad, esa especie de caos simpático de familias, paquetes, cláxons, atascos y villancicos por los altavoces. Y el que se sienta desgraciado es que forma parte de esa casta de individuos amargados que a todo le ponen pegas. Aunque lo bueno es que ya no hay paz ni para sentirse desgraciado. Yo recuerdo el paseíllo de la calle Preciados donde te sobresaltaban todas las melancolías infantiles por los villancicos que salían de las tiendas, cantados por esos coros de niños antiguos, que el resto del año están metidos en formol. Ahora no hay melancolía que dure: en Callao te espera un atasco, en la Puerta del Sol otro y en Alcalá y la Castellana, y a lo mejor hay suerte y uno puede asistir a un colapso general.

Nuestro alcalde sueña con que todo ese caos, algún día del próximo siglo, se encuentre bajo la tierra, en una ciudad motorizada y subterránea que ya tiene en la cabeza. En otras ciudades (civilizadas) han llegado a la conclusión de que la única forma de solucionar el caos circulatorio es impedir el paso de los coches, no facilitarlo; pero él sabe que eso aquí no cuaja porque aquí somos ante todo muy alegres y muy anárquicos, y muy a-la-pata-la-llana y no aceptamos las normas y nos gusta festejar la Navidad sin límites. Es un gran amante de las libertades y un gran padre para todos nosotros. Yo lo veo así. Pues nada, oye, a ver si conseguimos en los próximos días subir en el ranking de las ciudades más ruidosas del mundo. Creo que estamos en el tercer puesto. No está mal, pero podemos mejorar. Aquí colaboramos todos: el equipo municipal enarbolando la bandera de la libertad, y los ciudadanos, que sacaremos nuestros coches, tocaremos el pito, aparcaremos en triple fila, haremos cábalas pensando lo práctico que sería que abrieran Preciados al tráfico, y de vez en cuando, nos entraran ganas de llevarnos por delante un peatón, sobre todo uno de esos viejos que tardan tanto en cruzar, que le ponen a uno atacado. Para mí que los viejos se deberían quedar en casa por Navidad para facilitar la circulación. Es una idea que lanzo, a ver si Álvarez la recoge.

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