Tribuna:

Paz y obviedades en el País Vasco

Es cierto que cualquier proceso de paz requiere un poco de ambigüedad y mucha discreción y mano izquierda, pero también mucha claridad sobre algunas cosas esenciales. Sobre qué entendemos por paz, ante todo: ¿sólo la ausencia de atentados, o algo más?; ¿una paz al estilo franquista, erigida sobre el aplastamiento del adversario, o la aceptación del otro como un igual en derechos y oportunidades? A riesgo de aburrir todavía más a una opinión pública harta del mal llamado -muy mal llamado- conflicto vasco, conviene reiterar algunas ideas obvias sobre el asunto. Por ejemplo, que la ansiada paz no...

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Es cierto que cualquier proceso de paz requiere un poco de ambigüedad y mucha discreción y mano izquierda, pero también mucha claridad sobre algunas cosas esenciales. Sobre qué entendemos por paz, ante todo: ¿sólo la ausencia de atentados, o algo más?; ¿una paz al estilo franquista, erigida sobre el aplastamiento del adversario, o la aceptación del otro como un igual en derechos y oportunidades? A riesgo de aburrir todavía más a una opinión pública harta del mal llamado -muy mal llamado- conflicto vasco, conviene reiterar algunas ideas obvias sobre el asunto. Por ejemplo, que la ansiada paz no puede hacerse a costa de la justicia, no sólo por razones morales, sino también políticas: una paz obtenida a costa de las víctimas y de la ciudadanía pacífica, que beneficie a los criminales políticos, será tan injusta como frágil y peligrosa: los precedentes que sientan los casos Marey y Pinochet también valen para los delitos de ETA, y si una o varias víctimas denunciaran en un juzgado a los terroristas impenitentes, ¿qué valor tendrían los pactos de olvido e impunidad que reclaman tantas almas cándidas o interesadas?Sigamos con otras realidades, tal vez impertinentes pero obstinadas. Por ejemplo, que la pacificación del País Vasco -y por ende de España- no cierra ninguna guerra abierta o larvada, salvo las melancólicas e imaginarias, y por tanto no es ni puede ser otra cosa que un proceso de normalización política, consistente en que todos asuman todas las reglas democráticas comunes y todas las instituciones políticas representativas, no sólo las que ellos puedan controlar, esto es, tanto el Parlamento vasco como el navarro o el español. Eso significa que el ámbito vasco de decisión se opone directamente a esa normalidad política porque pretende imponer a la sociedad las decisiones de algunos partidos y organizaciones vascas, como exigen los firmantes de la Declaración de Estella o Lizarra. Porque el objetivo de la normalización no es satisfacer por ese u otro atajo las aspiraciones de poder de cierta corriente política, del nacionalismo vasco y sus compañeros de viaje de IU en este caso, sino estimular la reconciliación en el seno de la sociedad vasca entre gentes que piensan, sienten y hablan distinto, y tienen derecho a seguir haciéndolo sin jugarse la vida ni convertirse en ciudadanos de segunda. Para eso es indispensable que todos los nacionalistas, incluyendo los antisistema, garanticen a sus conciudadanos la igualdad política y jurídica. Y muchos vascos piensan que tales garantías peligran o son insuficientes.

Así pues, la pacificación vasca significa paz justa, normalización política y reconciliación social: la pregunta evidente es la de si estamos o no ante un proceso así. De momento hay motivos sobrados para dudarlo. Muchas manifestaciones públicas de nacionalistas perseveran en la idea de que reconciliación social vasca no significa otra cosa que la conversión de todos los vascos en nacionalistas. En esta dirección iría la anunciada creación de una Asamblea de Municipios de Euskal Herria, verdadero sujeto colectivo de decisión con su Gobierno Provisional y todo, destinada a sustituir a las instituciones existentes y aboliendo, de paso, los principios de la representación democrática basados en un voto por individuo y otras zarandajas. O las ocurrencias como la mentirosa coladura de la autodeterminación entre los derechos humanos, operada dentro de una campaña institucional del Departamento de Justicia del Gobierno Vasco, demostrativa de lo lejos que está el señor Intxaurraga y muchos como él de la genuina reconciliación, amén de obviedades como la de que un gobierno justo debe gobernar para todos, no sólo para sus adictos. En fin, ¿desea realmente el llamado MLNV reconciliarse con quienes no pensamos como ellos y disentimos de sus pretensiones, o procurarán impulsar nuevas modalidades de extorsión y opresión de apariencia legal pero ilegítimas, en forma, por ejemplo, de nuevos y más agresivos planes de normalización lingüística como los que también se anuncian? Porque, de ser así, y así parece, no estamos ya en ningún proceso de normalización irreversible, como proclaman algunos observadores -no sabemos si superficiales o cínicos-, ni por tanto en puertas de una paz civil auténtica y duradera. Es cierto que despejar estos interrogantes de manera positiva requerirá tiempo y paciencia, pero también presión social y firmeza política; nunca un pacto de silencio.

Cierto, hay un tópico, muy extendido, según el cual la paz requiere otorgar contrapartidas al nacionalismo insatisfecho. A esto se le llama encontrar soluciones políticas para el problema vasco, entendido como la insatisfacción abertzale con el marco jurídico y territorial pero, en realidad, con la propia realidad social, tan alejada de sus deseos. Los problemas irreales, como éste, no tienen otra solución que someterlos al principio de realidad. El proceso de paz no depende tanto de laboriosas obras de ingeniería jurídica, penal y constitucional, según pretenden los nuevos arbitristas, como de la aceptación paulatina de un principio sencillo: que la democracia es incompatible con un conflicto terrorista, pero en cambio puede convivir perfectamente con un conflicto ideológico, aunque sea nacionalista; más todavía, la democracia se alimenta de los conflictos incruentos de ideas, mientras que languidece y muere si impera la unanimidad. Como los sistemas democráticos nunca satisfacen por completo los deseos y aspiraciones de ningún grupo social, religioso, ideológico ni político, no hay razón alguna para consagrarlos al placer nacionalista.

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El proceso de paz en el País Vasco requiere separar cuidadosamente el problema de la reinserción de los terroristas y de la satisfacción debida a sus víctimas, de la imposible e indeseable solución definitiva de las reclamaciones nacionalistas. El primero habrá que ir solucionándolo con habilidad, paciencia, compasión y sentido de la justicia, pero el segundo es un seudoproblema disparatado. En efecto, sólo podremos hablar de un auténtico proceso de pacificación cuando todos admitamos que la frustración de algunas aspiraciones no es un déficit democrático, sino algo consustancial al sistema democrático de discusión y tomas de decisiones. No admitir esto sí que es un problema, pero de educación política. De hecho, la raíz del terrorismo también hay que buscarla en el mundo de las (malas) ideas: ideas totalitarias, con alguna adición utópica y ucrónica, como el seudoconcepto de una democracia perfecta, sin conflictos, porque en ella todos pensarían igual compartiendo medios y fines idénticos (el euskera, la identidad vasca, la comunidad), cuya consecución requiere el eclipse forzado o voluntario de los otros (los españoles, los inasimilables, los individualistas).

Pero es cierto que el problema educativo no radica sólo en las ideas nacionalistas o totalitarias. Mucho de lo malo que ha pasado durante todos estos años en el País Vasco es una consecuencia de la anemia ideológica de las otras fuerzas políticas, de derecha y de izquierda. Los síntomas de este mal son la reiterada carencia de alternativa a los argumentos y demandas nacionalistas, que en los casos más graves degenera en anorexia camaleónica: horrorizado de su diferencia culpable, el vasco no nacionalista trata de parecerse lo más posible a ese rival deslumbrante, adoptando sus hábitos y gustos y renegando de los propios. Pero esa habilidad mimética se acaba pagando caro, como bien saben en IU. A esa misma anemia debemos atribuir la propensión de algunos socialistas a buscar en el pensamiento reaccionario recetas milagrosas para seducir a los nacionalistas, como la absurda normalización sociolingüística o la teoría de los sujetos colectivos con derechos históricos colectivos y preconstitucionales, defendida por Herrero de Miñón y otros propagandistas menores, como Ernest Lluch. La pacificación del País Vasco, como la resurrección de la izquierda, requiere ideas políticas que se opongan a las ideas desastrosas dominantes todos estos años; la debilidad frente al ideario nacionalista es un síntoma, no una excepción. La anemia ideológica de las fuerzas políticas vascas y españolas también nos aleja de la verdadera pacificación.

Carlos Martínez Gorriarán es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.

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