Editorial:

50 años después

EN UN siglo especialmente cargado de horrores, la Declaración Universal de Derechos Humanos, alumbrada hace 50 años, constituyó una luz de esperanza y puso en marcha una dinámica cuyos frutos son hoy más visibles que entonces. La Declaración parte de dos consideraciones básicas: la universalidad de los derechos, por encima de diferencias culturales o religiosas, y su exigibilidad por cada ser humano. A lo largo de los años, en torno a esta Declaración se ha ido tejiendo una red de instituciones e instrumentos jurídicos que refuerza la lucha por el respeto de los derechos que proclama. En esta ...

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EN UN siglo especialmente cargado de horrores, la Declaración Universal de Derechos Humanos, alumbrada hace 50 años, constituyó una luz de esperanza y puso en marcha una dinámica cuyos frutos son hoy más visibles que entonces. La Declaración parte de dos consideraciones básicas: la universalidad de los derechos, por encima de diferencias culturales o religiosas, y su exigibilidad por cada ser humano. A lo largo de los años, en torno a esta Declaración se ha ido tejiendo una red de instituciones e instrumentos jurídicos que refuerza la lucha por el respeto de los derechos que proclama. En esta red ha caído Pinochet, y deberían haber caído muchos otros dictadores y asesinos. El colofón de este complejo andamiaje que requiere un "nuevo sistema de normas", como sugiere el secretario general de la ONU, debería ser un Tribunal Penal Internacional permanente como el que se diseñó el verano pasado en Roma.Partiendo de esa Declaración, los derechos humanos han progresado en muchas partes del mundo, y desde luego, en Europa con la ampliación del sistema democrático a regiones que habían quedado fuera de él, ya fuera en el Oeste, como España, que incorporó esta referencia a la Constitución de 1978, o en el Este comunista. El mundo, en general, puede parecer más vivible que 50 años atrás. No obstante, aún persisten demasiados lugares donde los derechos humanos son pisoteados y millones de personas despreciadas en su esencial condición humana. La dinámica iniciada hace 50 años debe cobrar un nuevo impulso, reforzando los medios para garantizar su respeto.

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Pues son derechos sin policía ni, salvo en regiones afortunadas, jueces para vigilar su cumplimiento. En estos 50 años también se ha producido un importante crecimiento de organizaciones, gubernamentales y no gubernamentales, que actúan como perros guardianes. Sin su labor, el control de los derechos humanos sería mucho más difícil. Y entre todos estos factores se está quebrando el concepto de no injerencia en los asuntos internos de los Estados, y con él, el de la impunidad.

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