De matanzas y pitanzas

Manuel García, El Bocajacha, tiene el mismo aire rural y aristocrático de los toreros antiguos. Pero a diferencia de ellos, no es un matador. Es un matarife. Ayer mismo dio buena cuenta de un cerdo en apenas diez minutos ante los ojos, entre estremecidos y curiosos, de unas 3.000 personas que se congregaron en el pueblo granadino de Padul, a 22 kilómetros de la capital, para celebrar la Fiesta de la Matanza. Esta es una antigua tradición que la localidad quiere recuperar como atractivo turístico. Después de ver matar al cerdo, todos se fueron a comer morcilla y jamón. La Fiesta de la Matanza,...

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Manuel García, El Bocajacha, tiene el mismo aire rural y aristocrático de los toreros antiguos. Pero a diferencia de ellos, no es un matador. Es un matarife. Ayer mismo dio buena cuenta de un cerdo en apenas diez minutos ante los ojos, entre estremecidos y curiosos, de unas 3.000 personas que se congregaron en el pueblo granadino de Padul, a 22 kilómetros de la capital, para celebrar la Fiesta de la Matanza. Esta es una antigua tradición que la localidad quiere recuperar como atractivo turístico. Después de ver matar al cerdo, todos se fueron a comer morcilla y jamón. La Fiesta de la Matanza, ritual que se practica en público, en plena calle, no en los mataderos, viene del siglo XVII, cuando los moriscos se refugiaron en Las Alpujarras grandinas. Una orden de pena de muerte contra los musulmanes, dictada por el hoy tan de moda Felipe II, hizo que éstos practicaran la taquyya del Corán, es decir, el disimulo, fingir unas falsas creencias para salvar la vida. Así, para demostrar que se habían convertido al cristianismo, mataban y se comían en público al cerdo, un animal prohibido por El Corán. La tradición ha perdurado a lo largo de los siglos y ha terminado por dar matarifes de maestría, como El Bocajacha, que, con dos ayudantes, destazó una marrana de unos ochenta kilos en un instante, le vació a chorros toda la sangre del cuerpo y la dejó lista para el despiece. El espectáculo, entre violento y asombroso, no difiere mucho de lo que sucede por millares a diario en cualquier matadero aséptico. Sólo que ayer tenía público. "La Fiesta de la Matanza se celebra desde hace siglos por estas fechas, cuando está en su apogeo la campaña del vino mosto", explicó el concejal de Promoción y Desarrollo de Padul, Joaquín Cenit. "Es una tradición muy unida a los productos de la tierra, al jamón, a la gastronomía. Al recuperar este rito lo que pretendemos es promocionar al pueblo, que tiene muchísimos otros alicientes". La explanada del castillo-palacio de los Condes de Padul, conocido también como la Casa Grande, estaba ayer a rebosar de chiringuitos en donde se exponían los jamones y podían degustarse todos los productos derivados del cerdo, acompañados de buen vino de la tierra. Los visitantes se sucedían por centenares, en su mayoría junto a sus hijos, que miraban fascinados y asustados el espectáculo de la muerte. Un espectáculo que, como en una buena corrida de toros, tenía de fondo una banda de música. "Esto antes se hacía en todas las casas por necesidad, para comer", apostilló un paduleño. "Ahora se hace como un rito, porque ya quedan muy pocos matarifes". El Bocajacha o Boca de Hacha es de los últimos, un campesino que aún utiliza mulos y los viejos aparejos de la tierra y que, en diciembre, recorre la comarca oficiando las matanzas por los cortijos, llenándose de sangre las manos y hasta los codos, mientras remueve el caldero para que no coagule y luego salga una buena morcilla y procurando que el animal no sufra en exceso. La marrana, abierta de par en par y colgada de un palo, llamado el camal, quedó expuesta durante todo el día a la espera de ser rifada al final de la fiesta entre los asistentes. Los niños observaronn curiosamente las tripas, las manos rotas de la paletilla y el costillar, que mañana será una buena colección de chuletas de cerdo. Un vecino lo sentenció de forma tajante mientras miraba al animal muerto: "Así es el destino de los marranos: de la matanza, a la pitanza".

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