Tribuna:

Libertad y autonomía

Si tuviéramos que concretar en una sola palabra todo el valor inmenso de nuestra Constitución, sin duda esa palabra sería libertad. Libertad para expresarnos, reunirnos, manifestarnos, hacer política o sindicalismo. Libertad, en fin, para ser libres, que dijera Fernando de los Ríos en la recordada réplica a Lenin.Pero en muchas de las actuales comunidades autónomas, junto a la libertad se reclamaba autonomía. Recuerdo ese binomio que, a mediados de los setenta, reflejaba la demanda democrática de muchos pueblos y que recorría calles y manifestaciones, panfletos y pasquines, reclamando libertad...

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Si tuviéramos que concretar en una sola palabra todo el valor inmenso de nuestra Constitución, sin duda esa palabra sería libertad. Libertad para expresarnos, reunirnos, manifestarnos, hacer política o sindicalismo. Libertad, en fin, para ser libres, que dijera Fernando de los Ríos en la recordada réplica a Lenin.Pero en muchas de las actuales comunidades autónomas, junto a la libertad se reclamaba autonomía. Recuerdo ese binomio que, a mediados de los setenta, reflejaba la demanda democrática de muchos pueblos y que recorría calles y manifestaciones, panfletos y pasquines, reclamando libertad y autogobierno. Era una misma ecuación, reflejaba exigencias no sólo compatibles, sino inevitablemente complementarias.

Cuando hicimos la Constitución, dar respuesta a estas exigencias era clave. Y acertamos. A pesar de que el tema territorial enseguida se reveló como uno de los problemas más delicados, porque no debemos olvidar que fue este tema el que provocó la abstención de AP al negarse este partido al reconocimiento de las nacionalidades y proponer al respecto el término de "comunidades regionales". Lo cierto es que los constituyentes idearon un modelo territorial que, con calculada e inteligente ambigüedad, denominaron autonómico y dieron origen así a uno de los procesos más interesantes de reestructuración interna y descentralización del poder que se haya producido en el mundo y a una de las apuestas más inteligentes que la política hiciera en España, en estos dos últimos siglos de historia contemporánea, para resolver nuestra vieja querella territorial.

Veinte años después de aquel clamor democrático de los setenta, mezcla de ilusión e ingenuidad pero también de confusión e inexperiencia, aquella demanda de autogobierno ha sido generosamente atendida. Juan Pablo Fusi dice, por ejemplo, a propósito de la autonomía vasca, que: "Comparado con el actual sistema autonómico, la añorada plenitud foral eran simples asambleas de aldeanos". Todos sabemos que el recorrido autonómico de las nacionalidades y regiones españolas ha sido fecundo y que los problemas actuales y las demandas pendientes no pueden cuestionar ni limitar el alcance y la profundidad de lo realizado. Sucede además que, aunque no lo habían previsto así los constituyentes, la reclamación de autogobierno se extendió, y este sentimiento autonomista recorrió nuestras regiones y pueblos y se asentó en el disfrute de una forma más próxima de poder y más eficaz de gestionarlo. España dio así, en los ochenta, una lección a otros muchos países que iban entendiendo, como nosotros, que a finales del siglo ya no es concebible que un Estado se organice sobre un Gobierno Central que administra el 85% o el 90% del Gasto Público. En Latinoamérica y en Canadá, en Sudáfrica y en el Reino Unido, en casi todo el mundo, se está reestructurando el poder territorial propiciando así que la adhesión ciudadana al poder, de un europeo por ejemplo, se produzca en cuatro niveles concéntricos: Municipio, Comunidad, Estado-Nación y Europa.

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España es un país de enorme pluralidad entre territorios, culturas, sociologías políticas, y el equilibrio entre diversidad y unidad, entre identidad y solidaridad, es la brújula que debe guiar la política territorial. Nosotros no somos nacionalistas, pero, al igual que en el pacto constituyente, la clave es hacer un país con ellos y para todos. Ése fue, y es, uno de los grandes méritos del pacto del 78: la convivencia de derechos y libertades individuales de los ciudadanos titulares de la soberanía nacional, junto al autogobierno de las nacionalidades y regiones.

Al escuchar ahora apelaciones a la soberanía originaria y a la autodeterminación recupero la memoria de las decisiones constituyentes y sorprende que los que hoy reclaman estos postulados votaban de otra manera en el pacto constituyente. Tanto en el Congreso como en el Senado, el que España fuese una confederación o que la Constitución reconociese el derecho de autodeterminación de sus pueblos fue objeto de defensa y votación, y ambas propuestas no fueron aprobadas. Las fuerzas políticas que hoy defienden esas ideas, durante el debate constitucional las rechazaron, y los nacionalistas vascos no motivaron su abstención por el hecho de que esos dos conceptos no estuviesen recogidos en el texto constitucional, sino porque no les satisfizo el encaje que los derechos forales encontraron en él.

Todo lo cual no les priva de defender lo que quieran. Sólo quiero recordar dos evidencias. Primera: todo se puede discutir excepto que hoy no estamos en un periodo constituyente, pues esa tesis, como la insensata teoría de la segunda transición, al degradar la legitimidad de la Constitución hasta el mismo plano en el que estaban las leyes fundamentales de Franco en 1977, pretende abonar la tesis de que puede ser reformada al margen de sus reglas, mediante negociaciones políticas o nuevas lecturas que podrían, en su máximo alcance, fraccionar la soberanía prescindiendo de su titular, el pueblo español, y de sus representantes, las Cortes Generales. Segunda: la idea de que existe una soberanía originaria procedente de la historia se asienta en bases intelectuales que no se corresponden con la naturaleza de las democracias como Estados de Derecho. Esencialmente es una idea que nos retrotrae a un sistema político en el que los privilegios, no pagar impuestos o juzgar a los siervos, se justificaban en la historia. Hay una correspondencia, que es una conquista de la civilización, entre entender que los derechos proceden de la ley y no de la naturaleza de las personas o de los pueblos, y la concepción de que la soberanía debe proceder de un acuerdo entre ciudadanos y no de una imposición en cuyo origen está la fuerza.

Por eso, propugnar hoy una organización confederal para el Estado español es también retroceder en el tiempo un siglo. Norteamericanos, suizos y alemanes hace más de cien años zanjaron, no sin sufrimiento, ese debate, forjando democráticamente Estados federales.

Recuerdo que, a finales de los años setenta, tuve una conversación con un historiador inglés que me expresaba su pesimismo sobre la transición española: "Ustedes lo tienen muy difícil. Han tenido siempre tres grandes problemas históricos que no han sido capaces de resolver, y seguramente tampoco lo serán ahora: tienen el problema religioso, el militar y el problema territorial". Afortunadamente, el historiador inglés se equivocó. Fuimos capaces de resolver los dos primeros, junto a otros, con una Constitución y una transición modélicas. Yo creo que también encauzamos el problema territorial con éxito. Bueno será que veinte años después no lo olvidemos, y bueno será, sobre todo, que recuperemos el espíritu de consenso que presidió esta operación para que guíe nuestro debate territorial.

José Borrell es candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno.

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