Tribuna:

Electoralismo y búsqueda del centro

En ocasiones, la democracia nos enfrenta con curiosas paradojas. Una de ellas, poco visitada hasta el momento, consiste en que, siendo la democracia un sistema donde el poder lo obtiene quien más votos gana, se mira con suspicacia al partido que de forma explícita orienta sus estrategias a la consecución de una mayoría electoral. Viene esto a cuento de las acusaciones que se están realizando contra el llamado "giro al centro" del PP. Se afirma, en efecto, que este giro es tan sólo una táctica electoral para aumentar el voto en las próximas elecciones. Pero ¿qué tiene esto de malo? Es electoral...

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En ocasiones, la democracia nos enfrenta con curiosas paradojas. Una de ellas, poco visitada hasta el momento, consiste en que, siendo la democracia un sistema donde el poder lo obtiene quien más votos gana, se mira con suspicacia al partido que de forma explícita orienta sus estrategias a la consecución de una mayoría electoral. Viene esto a cuento de las acusaciones que se están realizando contra el llamado "giro al centro" del PP. Se afirma, en efecto, que este giro es tan sólo una táctica electoral para aumentar el voto en las próximas elecciones. Pero ¿qué tiene esto de malo? Es electoralismo, se dirá, u oportunismo. ¿Y qué? ¿No se caracteriza la democracia por disputar la mayoría de los sufragios? ¿Por qué se censura entonces a los políticos que se afanan en aumentar su cosecha de votos?La teoría establece que la democracia representativa es un sistema de gobierno en el que los representantes actúan en interés de sus representados porque aquéllos necesitan los votos de éstos para llegar al poder o mantenerse en él. El voto, desde este punto de vista, no es sólo una oportunidad que se brinda de vez en cuando a los ciudadanos para que dejan constancia de sus preferencias, sino que además constituye un mecanismo para controlar el poder del que disfrutan los representantes. Si los políticos hacen mal uso de ese poder, la gente les retirará su apoyo. En cambio, si el político promete medidas o toma decisiones que coinciden con los deseos del electorado, éste le recompensará con sus votos.

La realidad, sin embargo, es notablemente más compleja que esta teoría. Cuando se acusa a los políticos de "electoralismo" se está dando a entender que no es lícito adoptar ciertas posiciones simplemente porque reportan votos. Para aclarar este embrollo conviene empezar por el extremo contrario, las políticas que están más allá de toda duda de electoralismo, esto es, las políticas impopulares, las que se hacen en contra de la voluntad mayoritaria. En Alemania, Kohl persiguió con brío la unión monetaria a pesar de que sabía que en los últimos años más de la mitad de la población se oponía a la desaparición del marco. Aunque en los términos de la definición inicial de democracia pueda parecer que esto niega su esencia, el lenguaje político suele reservar expresiones nobles para este tipo de conducta, como "sentido de Estado", "coraje político" o "sentido histórico". Por muy falso que suene, a los políticos les encanta (Aznar incluido) presumir de que gobiernan no a base de encuestas, sino guiados por lo mejor para su país. Ahora se trata de hacer lo que uno cree oportuno por la fuerza de sus propias convicciones políticas en lugar de por conveniencia electoral. Con respecto a la teoría tradicional, el ensalzamiento de este espíritu algo paternalista tiene tan poco sentido como el desprecio del espíritu servil hacia la mayoría.

Las razones de estas rarezas democráticas tienen que ver con el poder que se concede a los representantes. Aunque supuestamente al servicio de los ciudadanos, se encuentran en una clara posición de superioridad mientras ejercen el poder. Pueden llegar a aprobar medidas excepcionales donde algunos derechos básicos queden entre paréntesis, ante lo cual la ciudadanía se encuentra completamente a su merced. Frente a este poder, el voto es un mecanismo curiosamente imperfecto de control político. Se vota cada cierto tiempo, se vota un montón de cosas a la vez, y cada uno vota según su particular parecer. Así resulta muy difícil hacer responsables a los políticos por actos o decisiones concretas. No hay manera efectiva de pedirles cuentas, salvo cuando se saltan la legalidad.

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Pero, a pesar de que no hay recursos institucionales formales que permitan un control estrecho de los políticos, se han ido consolidando métodos indirectos y difusos que, por incrementar la eficacia fiscalizadora del voto, reducen el riesgo de abuso por parte de los representantes. Si los ciudadanos consiguen coordinarse a la hora de castigar electoralmente a los políticos, éstos se tomarán más en serio las consecuencias de sus actos. Pues bien, uno de los criterios de coordinación consiste precisamente en repudiar el "electoralismo". Dado que los políticos disponen de tanta discrecionalidad, los ciudadanos no quieren que la usen de forma oportunista. El electoralismo es el uso interesado, parcial, de la autonomía que tienen los políticos a la hora de hacer política. Cuando se acusa de electoralista al viaje al centro del PP, lo que se quiere indicar es que al PP le da todo igual, excepto ganar las próximas elecciones. Según esta acusación, el PP lo hace no porque crea que es lo mejor para resolver los problemas del país, sino porque es lo que más le conviene para mantenerse en el poder.

Mediante el rechazo del electoralismo, lo que se busca es que los políticos tomen decisiones justificables por algún criterio además del simplemente electoral. Si las acciones de los representantes coinciden demasiado con la promoción de sus carreras, pierden toda credibilidad a ojos de muchos. Por eso a veces, en el extremo, llega a considerarse que lo mejor es tener políticos que no hagan caso de los votos. Se cuenta que en las transiciones del este de Europa algunos representantes se enorgullecían de aumentar la tasa de paro, pues aquello mostraba mejor que nada que no tenían miedo electoral a las reformas dolorosas, pero necesarias, para introducir la economía de mercado (... aunque si los votantes entienden el funcionamiento de esta estrategia, ¿no se revela como una forma indirecta y rebuscada de electoralismo?).

Si un partido no se encuentra cómodo en la posición ideológica que ocupa y decide moverse hacia el centro, los ciudadanos quieren pruebas de que la razón para ello va más allá de los votos. Los políticos se ven obligados a pagar un precio por su maniobra. Recuérdese, por ejemplo, los costes que hubieron de pagar los partidos eurocomunistas en los setenta para convencer a todo el mundo de que su moderación no era sólo una estratagema. En Italia, el PCI se vio en la tesitura de apoyar a la Democracia Cristiana a veces en contra de sus propias bases, como sucedió con la aprobación de la ley de orden público en 1977. Carrillo, por su parte, se presentó en España a finales de 1976 con la bandera nacional y no la tricolor, y cuando el PCE llegó a la fase constitucional tuvo que mostrarse más prudente que el PSOE. Sólo pa- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior gando un precio se hacía creíble la voluntad de moderarse. Aznar, sin embargo, parece haberse propuesto hacer el viaje al centro gratis, o al ridículo precio de acallar al vicepresidente político y sustituir como portavoz a un necio por una persona intelectualmente articulada. La consecuencia es que casi nadie se lo cree, pues resulta demasiado evidente que no es más que una maniobra electoral. En el Barómetro de Demoscopia publicado por EL PAÍS se observa, por un lado, que la ciudadanía sigue situando al PP en la misma posición ideológica que antes del verano, y por otro, que el 48% de los entrevistados considera "oportunista" este giro al centro, y el 53%, que es "poco creíble".

Siendo la democracia un sistema donde gobiernan quienes más votos consiguen, los electores penalizan a los políticos que se obsesionan demasiado con el fin de ganar las elecciones. Si un político nos pide el voto, le exigimos que lo haga por algo más que como medio para derrotar a sus rivales. De este modo, aunque parece que la democracia se vuelve del revés y rechaza la lógica misma de su funcionamiento, se obliga a los políticos a hacer un uso razonable de su autonomía. Si quieren desviarse de los compromisos ideológicos con los que originalmente se presentaron ante el electorado, algo que por lo demás puede ser saludable, tienen que mostrar con hechos o razones inapelables que lo hacen por algún otro motivo que el de alcanzar o perpetuarse en el poder. Si al PP al final le sale bien su jugada de colocarse en el centro, no será porque haya despejado las sospechas de oportunismo entre los votantes, sino por simple desesperación con la oposición. Pero esto es una dificultad añadida que nos desvía del argumento central. ¿Y quién quiere alejarse ahora del centro?

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política en la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona.

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