Tribuna:

El idioma

Desde el fondo de su miseria les hemos oído hablar. Son indios analfabetos, niños famélicos, ancianas depauperadas, obreros esclavizados, esas gentes latinoamericanas que emergen sus rostros en las pantallas sólo después de las catástrofes y que a la hora de manifestar sus sentimientos utilizan un castellano impecable con las palabras adecuadas a cada matiz de su emoción. Es de admirar hasta qué punto un idioma que se mantiene incontaminado, más allá de la cultura, sirve para estructurar de forma muy rigurosa el pensamiento. Les hemos oído hablar en plena agonía con expresiones profundas y sen...

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Desde el fondo de su miseria les hemos oído hablar. Son indios analfabetos, niños famélicos, ancianas depauperadas, obreros esclavizados, esas gentes latinoamericanas que emergen sus rostros en las pantallas sólo después de las catástrofes y que a la hora de manifestar sus sentimientos utilizan un castellano impecable con las palabras adecuadas a cada matiz de su emoción. Es de admirar hasta qué punto un idioma que se mantiene incontaminado, más allá de la cultura, sirve para estructurar de forma muy rigurosa el pensamiento. Les hemos oído hablar en plena agonía con expresiones profundas y sencillas, perfectamente atemperadas a su desdicha o a la muerte inminente que esperaban. No sé si el castellano, entre todas las lenguas del mundo, es la más propicia para formular la resignación ante el infortunio, pero en medio del cataclismo de Centroamérica hemos podido contemplar cómo un indio con su hijo muerto en brazos o una vieja mulata sentada en el suelo de su chabola desaparecida o un niño que buscaba a sus padres dentro del lodazal exponían semejante tragedia con las palabras más someras y precisas que corresponden a la dignidad de un idioma. Esto no es una lección para lingüistas, aunque sea una demostración de que los vocablos limpios son semillas de ideas puras. Baste comparar el rigor de ese castellano hablado por cualquier indio americano con la garrulería cateta con que se expresa la mayoría de la gente en España cuando le ponen un micrófono delante. No hay nada más deprimente que ese ciudadano feliz, balbuciente, sin vocabulario, pero cargado de paquetes, a quien se interroga a la puerta de unos grandes almacenes y no sabe qué decir. Tampoco el campesino español tiene ni de lejos la profundidad del indio ni sabe administrar ya aquella sabiduría senequista que en las razas de América equivale al silencio precolombino. Tal vez algún viejo marinero, algún pastor o labrador perdido en el fondo de un valle conserven en nuestro país todavía ese modo de hablar esencial, pero nada indica tan claramente la decadencia de una sociedad o la indignidad de una persona como la vulgaridad chabacana a la hora de expresarse. Aparte de la lección ante la tragedia, de la catástrofe de Centroamérica, muchos hemos aprendido la disciplina de un idioma. Ha sido un gran ejemplo oír a gente analfabeta que hablaba con un sonido de fray Luis de León en medio del barro.

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