Tribuna:

El huracán

Cuando contemplen los cafetales y platanares de Centroamérica anegados por el huracán no sientan ninguna conmiseración: sus propietarios son los accionistas de las grandes multinacionales que controlan el mercado mundial del plátano y del café. Sin duda estarán a salvo en sus residencias, que se han mantenido en pie en Miami, en Nueva York o en la misma Tegucigalpa, y sus pérdidas las compensarán subiendo los precios de esos productos en Brasil o en Colombia. A ellos el huracán no se les ha llevado el puerco, la chabola, el niño famélico y el perro lleno de pulgas. Esas multinacionales debería...

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Cuando contemplen los cafetales y platanares de Centroamérica anegados por el huracán no sientan ninguna conmiseración: sus propietarios son los accionistas de las grandes multinacionales que controlan el mercado mundial del plátano y del café. Sin duda estarán a salvo en sus residencias, que se han mantenido en pie en Miami, en Nueva York o en la misma Tegucigalpa, y sus pérdidas las compensarán subiendo los precios de esos productos en Brasil o en Colombia. A ellos el huracán no se les ha llevado el puerco, la chabola, el niño famélico y el perro lleno de pulgas. Esas multinacionales deberían estar obligadas a reparar a su costa los puentes y las carreteras hundidos, los campos arrasados y los pueblos destrozados, puesto que esos países son sus fincas privadas. Bajo el silencio terrible de Dios, que no ha reivindicado nunca un terremoto o un huracán, a nosotros sólo nos corresponde compadecernos de esas pobres gentes que en medio de las aguas hemos visto dudar entre llevarse en brazos a un niño muerto o salvar un saco de maíz sin que podamos discernir qué es más profundo en ellas si la muerte o la miseria. Me he referido al silencio de Dios. Sé muy bien que Dios en estos casos no habla sino para mandar una epidemia que redondee la catástrofe mientras los pájaros cantan sobre las ruinas. Cuando hablo del silencio de Dios lo identifico con el hermetismo de la United Fruit Company, que es su representante hortofrutícola en el Trópico. También me refiero al silencio de los teólogos que, sintiéndose incapaces de explicar el misterio divino de los cataclismos, ante ellos sólo alientan nuestra piedad mediante una cuestación. La teología suiza no está hecha para el barro, sino para bordar almohadones en las nubes. Pero al menos los teólogos de la liberación estarán ahora achicando agua en Centroamérica con un simple cubo. Cuando en las aceras de la ciudad se me acerca una niña vitaminizada con una hucha pienso que mi limosna supone una humillación para todas las políticas, creencias y filosofías y espero que no servirá para salvar directamente los platanares y cafetales de la United Fruit Company ni para que ningún piadoso mensajero pueda consolar a estos desheredados que han perdido el puerco, el niño y el perro haciendo que confundan su rebelión en la Tierra con una saco de maíz y su destino en el paraíso con una nube de leche en polvo.

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