Tribuna:EL DEFENSOR DEL LECTOR

¿Es eso información?

Pero, oigan, ¿es eso información? Era impensable que no llegara a esta sección el eco de la reacción de muchos lectores de prensa en todo el mundo ante el espectáculo mediático montado sobre la vida sexual del presidente Clinton por obra y gracia del fiscal independiente Kenneth Starr. ¿Es eso información?, inquieren algunos lectores al Defensor del Lector a propósito de la publicación (edición de EL PAÍS del domingo 13 de septiembre) de un cuadernillo titulado El informe Starr con el relato pormenorizado de los encuentros sexuales de Clinton con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinski.Pa...

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Pero, oigan, ¿es eso información? Era impensable que no llegara a esta sección el eco de la reacción de muchos lectores de prensa en todo el mundo ante el espectáculo mediático montado sobre la vida sexual del presidente Clinton por obra y gracia del fiscal independiente Kenneth Starr. ¿Es eso información?, inquieren algunos lectores al Defensor del Lector a propósito de la publicación (edición de EL PAÍS del domingo 13 de septiembre) de un cuadernillo titulado El informe Starr con el relato pormenorizado de los encuentros sexuales de Clinton con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinski.Para no demorar la respuesta -y aunque sea desde un punto de vista muy teórico-, hay que decir que el concepto de información al uso en las democracias está esencialmente asociado al carácter público o a la relevancia social de los hechos o asuntos noticiosos. La vida privada e íntima de las personas queda en principio, salvo excepciones, fuera de tal concepto. Y, aunque tratándose de personas públicas ese ámbito privado e íntimo deba ser mucho más restringido que el del ciudadano corriente, siempre se ha mantenido, tanto desde el derecho como desde el periodismo, que existe un núcleo que debería quedar a salvo de la información pública.

Pero el fiscal Starr, al poner bajo los focos de su investigación oficial la zona más íntima de la vida privada de una persona como son sus relaciones sexuales -en este caso las del presidente Clinton-, no sólo ha puesto en circulación un tipo de control político y judicial de los gobernantes que convierte su vida sexual en elemento a partir del cual se puede incriminar y descalificar su gestión pública; también ha trastocado el concepto de información vigente -que a partir de ahora habrá que llamar tradicional- frente a otro que seguramente acaba de nacer ante nuestros ojos sin conocer todavía su alcance. Internet, con su absoluta libertad, sin control alguno y al margen de cualquier consideración ético-profesional (en sus dominios, por ejemplo, el rumor es noticia), ha puesto en práctica ese nuevo concepto de información. El dilema al que se enfrentan los medios de comunicación tradicionales es afrontar el desafío o quedar marginados o en un inaceptable segundo plano.

Estas observaciones pueden servir para delimitar el contexto real en el que se produce el desasosiego que ha embargado a algunos lectores por la publicación del informe Starr. A Frederic Ramon, de Granollers, que ha calculado en un 23% el espacio dedicado al caso Lewinsky en la edición dominical del día 13, descontando las páginas de publicidad, ese espacio le parece "excesivo, obsesivo y poco serio". Benjamín Montesinos y Luis María Sarro observan, por su parte, una semejanza entre el contenido del informe Starr y "ciertas publicaciones cuyo ánimo es sensacionalista más que estrictamente informativo". "Vaya por delante", añaden, "que no hemos leído el contenido íntegro del texto, pero sí hemos hecho un "muestreo" al azar. ¿Qué aporta saber si la señorita Lewinsky y el presidente querían comer pizza?, ¿qué nos importa si Mónica Lewinsky llevaba un vestido con botones del cuello a los pies y el presidente se los desabrochó? ¿Qué nos importan los detalles de los encuentros, fechas, regalos, cartas, enfados?, ¿es eso información?".

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Soledad Gallego-Díaz, directora adjunta encargada de la edición dominical de EL PAÍS, explica el mecanismo decisorio que llevó a la dirección del periódico a publicar un cuadernillo de ocho páginas con el informe del fiscal Starr. "El director", señala, "planteó la discusión sobre la conveniencia de publicar dicho informe en EL PAÍS, dado que afectaba a la intimidad de varias personas y que el periódico ha mantenido editorialmente que nadie debería verse obligado a contestar preguntas sobre su vida sexual si no media presunción de delito . La decisión, pese a todo, fue publicarlo por tres motivos: se trata de un documento histórico, afecta el presidente de Estados Unidos (puede llevarle a su destitución) y abre un debate inédito en las democracias sobre el derecho de los ciudadanos a recibir información exhaustiva sobre un acontecimiento al mismo tiempo que sus representantes políticos o que los agentes de la justicia. EL PAÍS consideró que, una vez que la existencia del informe Starr era pública, sus lectores tenían derecho a formarse su propia opinión, y que la mejor forma de responder a ese derecho era ofrecerles una información rápida y, sobre todo, completa. Por eso optó por presentarlo como lo que es, un documento, sin apostillas ni comentarios".

Existían, pues, dudas fundadas sobre la conveniencia de publicar el informe Starr. Efectivamente, la vida sexual entre adultos no debe ni debería ser objeto de información, incluso en el caso de un personaje de máxima relevancia pública como el presidente de Estados Unidos; salvo que, como ha señalado acertadamente un lector, tuviera conexión con asuntos de espionaje, revelación de secretos oficiales u otros de carácter público, como ha sido el caso de algunos gobernantes en el pasado.

Pero el fiscal Starr, con claras y definidas competencias para ello, ha convertido los escarceos sexuales de Clinton con Mónica Lewinsky en punto de apoyo de un acta de acusación por perjurio, abuso de poder y obstrucción a la justicia contra el presidente, así como en materia prima de un posible proceso de destitución ante el Congreso de Estados Unidos. Es esa deriva política, institucional y hasta posiblemente penal del informe Starr lo que le da valor informativo y justifica que los lectores de EL PAÍS lo conozcan. Quizás porque estaban informados, la mayoría de ciudadanos norteamericanos ha podido resistir la tentación de juzgar políticamente a Clinton por mentir sobre su vida sexual. Por supuesto que en toda esta historia hay algo o mucho de aberrante que anula y pone en entredicho cualquier posible beneficio que pudiera derivarse para la democracia americana.

Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o teléfonearle al número 913377836.

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