Los niños no son caramelos

Los prejuicios casi nunca se corresponden con la realidad. La sociedad española, incluso en los barrios más humildes y supuestamente menos informados, no se chupa el dedo. Dos madres, una de aspecto oriental y otra de etnia gitana, miraban con detenimiento unas listas colgadas de un panel de la Escuela Pública Castella, en el barrio barcelonés del Raval. Era la relación de niños a quienes se les habían concedido becas para libros y para comedor. El vástago de la primera no figuraba en ella. "No pasa nada", le dijo con determinación su amiga. "Ahora mismo vas y rellenas un papel que te darán ah...

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Los prejuicios casi nunca se corresponden con la realidad. La sociedad española, incluso en los barrios más humildes y supuestamente menos informados, no se chupa el dedo. Dos madres, una de aspecto oriental y otra de etnia gitana, miraban con detenimiento unas listas colgadas de un panel de la Escuela Pública Castella, en el barrio barcelonés del Raval. Era la relación de niños a quienes se les habían concedido becas para libros y para comedor. El vástago de la primera no figuraba en ella. "No pasa nada", le dijo con determinación su amiga. "Ahora mismo vas y rellenas un papel que te darán ahí dentro, haces una reclamación, y verás como lo consigues". Ayer, alrededor de las 9.00 horas, la escuela Castella era lo más parecido a una asamblea de las Naciones Unidas. La representación asiática, tal vez la más numerosa, estaba compuesta por chinos, filipinos, indios y bengalíes, por lo menos. El segundo grupo más numeroso correspondía a los magrebíes a la par que los africanos. También había presencia caribeña y suramericana. Por haber, había incluso una familia probablemente polaca, o por lo menos de Europa del Este. El elemento que podría considerarse autóctono era asimismo variado. Si entre los padres aún podía percibirse un cierto distanciamiento, más producto de la timidez que de otra cosa, entre los chavales sucedía todo lo contrario. Los mayores se abrazaban y bromeaban con estilo desenfadado tras reencontrarse después de las vacaciones. Los más pequeños lloraban, como es debido en el primer día de escuela. La uniformidad era total en lo accesorio: las mismas mochilas, idénticas zapatillas de deportes, iguales vaqueras, actitud común y lengua común. En la escuela Cervantes, situada en Ciutat Vella, la mitad de los alumnos es inmigrante. Ayer, los profesores mostraban su satisfacción por el hecho de que casi todos los 210 niños inscritos hubieran acudido a clase. La única incidencia de la jornada, si se puede llamar así, fue la llegada de una niña china que no hablaba ninguna lengua occidental. "Por el contrario", dijo la maestra, "es un cerebro en matemáticas". Curiosamente, el centro, que aglutina desde hace años la diversidad del barrio, parece estar ajeno a la polémica sobre el reparto de los inmigrantes entre las escuelas. "Los alumnos no son caramelos", sentenció un miembro del equipo directivo; y añadió que en aquella escuela no había ningún tipo de problemas, ni entre los niños ni entre los padres. Un poco más arriba, en la plaza de la Universitat, se producía el contraste. Menos variedad, ciertamente, pero también una gran multiculturalidad era lo que podía verse en el colegio de San Francisco de Asís, un centro religioso concertado. Los niños acudían con pantalón gris y camisa blanca, y ellas portaban un uniforme de corte antiguo de pata de gallo gris. Las damas filipinas de clase media, muy maquilladas, alternaban con los catalanes, también de clase media. Curiosamente, muchos de ellos -la mayoría- habían salido también del Raval y cruzado la línea de las antiguas murallas. En la parte alta de la ciudad, en el colegio de Sant Ignasi, de los Jesuitas, también concertado, la presencia de pieles de otros matices cromáticos era difícil de detectar. Niños y niñas silenciosos en sus pupitres con el delantal a rayas característico de los centros de esta orden, en otro tiempo dedicada a la enseñanza de las élites, escuchaban atentamente a los maestros, la abrumadora mayoría de sexo femenino.

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