Tribuna:

La suma de fiestas

La Semana Grande bilbaína, tal como hoy la conocemos, es uno de esos extraños fenómenos festivos que a pesar de su reciente nacimiento parecen predicar siglos de historia. Se ha instalado con solera costumbrista y Marijaia, más que una contemporánea creación de Mari Puri Herrero, se nos antoja guiñapo centenario. Y es que, a pesar de que la Semana Grande existía anteriormente, sólo en los últimos veinte años ha resuelto convertirse en auténtica fiesta, en verdaderamente grande. Hasta entonces era una semana bastante raquítica. De ella uno sabía ya en los tiempos del tardofranquismo: a pesar de...

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La Semana Grande bilbaína, tal como hoy la conocemos, es uno de esos extraños fenómenos festivos que a pesar de su reciente nacimiento parecen predicar siglos de historia. Se ha instalado con solera costumbrista y Marijaia, más que una contemporánea creación de Mari Puri Herrero, se nos antoja guiñapo centenario. Y es que, a pesar de que la Semana Grande existía anteriormente, sólo en los últimos veinte años ha resuelto convertirse en auténtica fiesta, en verdaderamente grande. Hasta entonces era una semana bastante raquítica. De ella uno sabía ya en los tiempos del tardofranquismo: a pesar de su grandioso nombre, no se la veía demasiado porque la fiesta se centraba en el ruedo y las plateas. La Semana Grande era por aquel entonces una cosa distinta, que acaso recordarán (presumo que sin nostalgia) sus escasos beneficiarios. Digo sin nostalgia porque la nostalgia, que es una sensación repleta de sabores extraviados, necesita de la pérdida para hacerse notar. Y a esos efectos la Semana Grande no ha perdido su provinciano glamour de entonces, con las gradas tribunicias de Vista Alegre repletas de notables locales, como tampoco se ha perdido el abigarrado programa teatral. La mínima élite de nuestro poblachón puede jugar en estas fechas a convertirse en alta sociedad, y en el coso taurino los primeros espadas siguen pronunciando su andaluz cerrado y seductor. Todo esto está bien, porque hay formas de fiesta recién incorporadas, pero no se ha perdido nada en el camino. Así no hay lugar para la nostalgia. Menos mal. Nostalgia de por medio la fiesta es imposible. La Semana Grande, si algo ha hecho, es democratizarse, abrir la caja de los truenos. Estando en Bilbao resulta imposible ignorarla. Todavía más, resulta casi incómodo declarar que uno no se dio una vuelta por ella. Quien no está en Semana Grande ya es un seta. Se ha transformado en una especie de vasto sumatorio al que se incorpora toda la ciudad. La txosna y la terraza, por una vez, respiran al mismo tiempo. De pronto la Semana Grande se transforma en algo plural, donde tienen su sitio los altos directivos, las animosas sexagenarias enjoyadas, la tumultuosa chiquillería matutina, la juventud alternativa, las comparsas, la representación municipal, los fotógrafos que exponen y los actores que declaman. Todos buceando en un caudaloso revoltillo que, efectivamente, parece tener siglos de historia. Me veo satisfaciendo la curiosidad de cualquier americano cuando inquiera por Marijaia. "Sí, es un muñeco tradicional. Data de la Edad Media". Lo único que envidian los americanos es la historia, así que no hay por qué decepcionarles. Sospecho que hasta en eso estarían de acuerdo los aguerridos comparseros y los usuarios de las terrazas más escogidas. Hasta en eso una especie de acuerdo general. La Semana Grande se ha convertido en una amalgama festiva que se desarrolla de forma extrañamente simultánea y que incluso posee ya el resabio de las cosas de siempre. Por una vez, todos de acuerdo en algo, ya brindemos con champán o kalimotxo. Casi se trata de una metáfora política.

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