Reportaje:PLAZA MENOR: GOYA

Un submarino en Alcalá

Las calles de Goya y Alcalá convergen en el ángulo agudo que forma la aguzada proa de un edificio rematado por una pintoresca y simbólica torrecilla profusamente decorada con detalles neomudéjares y adornos de fantasía, un capricho moruno que contrasta con la severidad de los inmuebles que la circundan. Del otro lado de la glorieta, enfrentado a la frívola torre, destaca, sencillo y armónico, un edificio racionalista, obra del arquitecto Jesús Martí Martín y construido a principios de los años treinta, un edificio equilibrado y moderno que impone la mansedumbre de sus curvas y la sobriedad de ...

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Las calles de Goya y Alcalá convergen en el ángulo agudo que forma la aguzada proa de un edificio rematado por una pintoresca y simbólica torrecilla profusamente decorada con detalles neomudéjares y adornos de fantasía, un capricho moruno que contrasta con la severidad de los inmuebles que la circundan. Del otro lado de la glorieta, enfrentado a la frívola torre, destaca, sencillo y armónico, un edificio racionalista, obra del arquitecto Jesús Martí Martín y construido a principios de los años treinta, un edificio equilibrado y moderno que impone la mansedumbre de sus curvas y la sobriedad de sus líneas sobre el confuso entorno.De las casas del barrio de Salamanca, escribió el cronista Juan Antonio Cabezas que no tenían estilo arquitectónico pero sí instalación de agua caliente y fría, baño y cocina para carbón de piedra, lujos no muy comunes en el resto de la capital cuando este ensanche fue construido. Tanto confort hizo que las gentes de Madrid dieran en llamarle "barrio aristocrático", exagerando, que es un gerundio castizo, pues, como anota Cabezas, empezó a construirse precisamente cuando la aristocracia empezaba a decaer y a mezclarse con la burguesía ascendente.

A los pies de la torrecilla moruna se extiende la terraza de La Cruz Blanca, casa fundada en 1947 en este local siguiendo la estela de una marca cervecera muy acreditada en Madrid. La marca desapareció del mercado, pero la cervecería siguió manteniendo su prestigio y su clientela, sin muchas concesiones, con el reclamo de sus cañas y sus barros de rubia o negra, bien tirada y fresca. Aunque esté mal decirlo de un local de estas características, se trata de un establecimiento sobrio, sobre su fría barra no se ven los platillos y las diminutas fuentes de las tapas y los pinchos. Las raciones, marisco de confianza a precios no demasiado altos, o simples patatas fritas, se piden en un mostrador aparte, la casa no regala ni una aceituna, así es la tradición, y la clientela tradicional no hace reproches.

Junto a la barra de La Cruz Blanca formaba tertulia y lucía su singular maestría en el juego de los chinos el simpar humorista Luis Sánchez Polack, Tip, que convertía este sencillo pasatiempo en un deporte de exhibición, todo un espectáculo para goce de la parroquia cervecera. La concurrida terraza ofrece una buena panorámica de esta no menos concurrida encrucijada, un paisaje que a esta hora del mediodía obstaculizan tres vendedores indostánicos con sus tenderetes que muestran prendas deportivas de imitación y legítimos y coloreados chales de algodón. La gente joven husmea entre los shorts y los polos asequibles a sus bolsillos y fieles a su estética; otra clientela, femenina, de más edad y exigencias, incita al de los chales a exhibir una y otra vez las piezas de tela que ellas se prueban sin reparos sobre la ropa que llevan puesta, a modo de pareos. En una mesa cercana, un atareado ejecutivo intenta refrescarse el gaznate al mismo tiempo que ultima un trato con sus acompañantes y atiende las llamadas de su móvil.

A través de las gasas multicolores que despliega el vendedor de chales como si se tratara de estandartes, se percibe el tráfico humano y mecánico que se espesa en la glorieta; a través de la sutil trama del tejido emerge también una nueva excrecencia que ha brotado recientemente en este enclave ya de por sí congestionado: un romo e incongruente pedestal, parecido a la torreta de un submarino, sirve de soporte a una cabeza de Goya, como un borrón negro y crispado. Don Francisco, que ya posee en la capital monumentos mejor ubicados y de más apacible factura, tiene en éste los pelos de punta, y el cronista supone que puede ser a causa de la barahúnda del tráfico, una suma de decibelios capaz de sobreponerse a cualquier sordera. La pieza es obra del escultor Ochoa, especialista en cabezas (autor, entre otros, del busto del conde de Barcelona en el Ifema y del de su pariente Severo Ochoa en la Ciudad Universitaria de Madrid), un autor expresionista, dramático y, desde luego, fotogénico, como puede comprobarse en el perfil de su foto que figura en los créditos grabados en el pedestal, en un alarde de narcisismo, voluntario, o alentado por sus patrocinadores municipales y comerciales, cuyos nombres también figuran en la estela. Gracias a tan minuciosa información, podemos saber que fueron necesarios dos arquitectos para consumar el incongruente Nautilus que tiene como periscopio la cabeza del singular y atribulado artista rodeada de semáforos, convertida en un original y artístico estorbo.

Detrás del monumento, en la fachada del edificio racionalista campea el reclamo de la cercana librería Rubiños, fundada en 1860, la más antigua de Madrid, ejemplar establecimiento sustentado en la tradición de una saga de libreros y editores presentes en la vida cultural de Madrid de los dos últimos siglos. Los libreros de Rubiños sobreviven en un mundo de grandes superficies y telecompras gracias a su profesionalidad, su dedicación y a sus iniciativas editoriales y comerciales, a su conocimiento y a una esmerada atención personal cada vez más difícil de hallar en un sector cada vez más despersonalizado, anónimo y automatizado.

En un artículo publicado en uno de los últimos boletines que la librería envía a sus clientes, se hace referencia a dos ilustres poetas que un día no muy lejano residieron en sus cercanías, el peruano César Vallejo y el granadino Federico García Lorca. En una casa de la calle Alcalá, con vistas a esta plaza, una lápida recuerda la memoria de Lorca y recoge algunas frases de su discurso a los artistas madrileños, pronunciado unos meses antes de la guerra civil. Palabras que siguen estremeciendo a los escasos transeúntes que tienen tiempo y ganas de mirar a las alturas en esta plaza embotellada y etiquetada por la clientela de los centros comerciales.

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