Editorial:

Una nueva dinámica

EN EL Capitolio romano se dio ayer un paso histórico para terminar con la impunidad de los autores de genocidios o de crímenes de lesa humanidad con la firma del Estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI) permanente. Aprobado por 120 países, con 7 en contra -entre ellos, Estados Unidos- y 21 abstenciones, no es un texto perfecto, ni podía serlo. La ausencia de EE UU lo desvirtúa en parte. Pero el masivo apoyo por parte de países de Europa, Asia, América Latina, África y Oriente Próximo abre un nuevo camino.El TPI se ocupará de una lista corta, pero esencial, de delitos: crímenes de genoci...

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EN EL Capitolio romano se dio ayer un paso histórico para terminar con la impunidad de los autores de genocidios o de crímenes de lesa humanidad con la firma del Estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI) permanente. Aprobado por 120 países, con 7 en contra -entre ellos, Estados Unidos- y 21 abstenciones, no es un texto perfecto, ni podía serlo. La ausencia de EE UU lo desvirtúa en parte. Pero el masivo apoyo por parte de países de Europa, Asia, América Latina, África y Oriente Próximo abre un nuevo camino.El TPI se ocupará de una lista corta, pero esencial, de delitos: crímenes de genocidio; de lesa humanidad (concepto incorporado por vez primera a un tratado internacional, y que tipifica delitos como el de "embarazo forzoso", por violación, o el de la desaparición de personas); de guerra (aunque no entra en las armas de destrucción masiva, desgraciadamente se introducen eximentes como la obediencia debida, y los Estados podrán, si lo desean, quedar al margen de esta clase de delito durante siete años); y el principio de crímenes de agresión. Los Estados que no sean parte del estatuto no se verán sometidos a su jurisdicción, pero sí sus ciudadanos.

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Un elemento esencial del TPI, que contará con 18 jueces, es la creación de un fiscal independiente que podrá iniciar investigaciones por decisión propia -con la garantía que aporta la creación de una sala de instrucción- o por indicación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que se reserva la posibilidad de paralizar un caso por un año renovable. El Consejo, como órgano colectivo, tiene derecho de veto sobre las actuaciones del TPI; pero no sus miembros permanentes. Se ha salvado un elemento esencial: la decisión sobre su competencia residirá básicamente en el Tribunal, aunque un fallo es que carece de financiación asegurada.

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Mejor hubiera nacido el TPI con EE UU, pero no a costa de vaciar más su contenido. En Roma, EE UU, opuesto a esta jurisdicción por temor a que uno de sus soldados pudiera verse sometido a juicio, ha sufrido una derrota diplomática grave, como le ocurrió con el tratado de prohibición de minas antipersonas. Dice mucho sobre la incapacidad de la única superpotencia para ejercer el liderazgo que la historia de este siglo le ha encomendado; se ha quedado en la nada deseable compañía de Libia, China, Israel y Turquía. El TPI no tendrá carácter retroactivo. Se construye sobre la experiencia de los juicios de Núremberg o Tokio, o sobre la más cercana de los tribunales para Ruanda y la antigua Yugoslavia. Entrará en vigor cuando hayan ratificado el estatuto 60 Estados, lo que puede tardar años. Es una esperanza para el siglo que viene. Pues el TPI, a pesar de todos sus defectos, pone en marcha una nueva dinámica, incluso una revolución.

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