Tribuna

Melodía procesal

Golpes de ventarrón con polvareda de desierto en el bochorno calizo del mediodía de Madrid. Pasadas las dos de la tarde el presidente interrumpe al abogado Cobo del Rosal, que llevaba hablando desde las doce, y suspende la sesión hasta las cinco. Desde la temperatura fresca de mármoles y aire acondicionado llegamos al calor de horno de la calle, dejando atrás la palabra lentísima del defensor de Rafael Vera, el examen microscópico y la refutación detallada de cada una de las pruebas y de los testimonios de las acusaciones. El contrabajo de la voz de Cobo del Rosal no había alcanzado hasta ahor...

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Golpes de ventarrón con polvareda de desierto en el bochorno calizo del mediodía de Madrid. Pasadas las dos de la tarde el presidente interrumpe al abogado Cobo del Rosal, que llevaba hablando desde las doce, y suspende la sesión hasta las cinco. Desde la temperatura fresca de mármoles y aire acondicionado llegamos al calor de horno de la calle, dejando atrás la palabra lentísima del defensor de Rafael Vera, el examen microscópico y la refutación detallada de cada una de las pruebas y de los testimonios de las acusaciones. El contrabajo de la voz de Cobo del Rosal no había alcanzado hasta ahora notas tan graves, tan sobrehumanamente sostenidas a lo largo de los meandros sintácticos de su exposición. Se mueve poco, casi no agita las manos, no se estremecen los rasgos pesados de su cara, tan sólo se quita y se pone de vez en cuando las gafas, y en quitárselas y en ponérselas tarda un tiempo prodigiosamente dilatado, como el tiempo que dura luego el ruido provocado en el micrófono por un caramelo cuyo envoltorio desprende el letrado antes de llevárselo a la boca. El discurso de Cobo del Rosal es un prodigio absoluto de abrumadora duración, como ciertas músicas germánicas, una duración wagneriana, que se ensancha en ondulaciones sin final previsible, en nebulosidades donde al cabo del rato el oído embotado no llega a distinguir entre la sublimidad y la tabarra. Por comparación con Cobo del Rosal, José María Stampa, que lo precedió en su informe, es un orador dinámico, incluso breve, porque en total ha hablado unas dos horas. En un momento de su discurso, tan rico en figuras retóricas, en pedrerías oratorias con las que a Stampa no le importa mucho mezclar algunos brillos de bisutería, el abogado de Julián Sancristóbal se refiere a algo llamado "melodía procesal". La suya es rápida, llena de efectos verbales y de gesticulaciones de las manos, cuya vitalidad contrasta con la quietud de sus facciones. Stampa habla oscilando el torso hacia delante y hacia atrás, como un hebreo ortodoxo, y aunque los músculos de su cara se mueven muy poco y sus ojos suelen permanecer velados por el peso de los párpados, sus manos no tienen descanso, como las de esos directores de orquesta que no renuncian a subrayar ni una sola minucia de la partitura.Durante unos minutos no veo la cara de Stampa, pero sí sus manos, al mismo tiempo que escucho su voz, y eso me permite advertir la conjunción admirable entre ambas: las manos se alzan abiertas cuando la voz proclama asombro o escándalo, el índice y el pulgar de la mano derecha se juntan en el momento de precisar un punto muy sutil, se separan un centímetro cuando la voz sugiere la necesidad o la dificultad de medir cuidadosamente algo, el dedo índice se alza en el momento en que la voz enuncia una acusación, las dos manos se mueven horizontalmente con las palmas hacia abajo como sugiriendo un reposo melódico al mismo tiempo que la voz declara las potestades serenas de la verdad y la justicia.

En un cuento de Borges ambientado en la Córdoba islámica, un explorador que vuelve de China es acusado por sus enemigos de no haber estado de verdad en China y de haber blasfemado además contra Dios en los templos de ese país. La letra tan lujosamente envuelta en la melodía procesal de José María Stampa viene a decir que no existieron los delitos de los que se acusa a su cliente, y que además han prescrito. No sólo no hubo tal secuestro de Segundo Marey, ni banda armada, ni comunicados reivindicativos, ni malversación de fondos públicos (la maleta con el millón de francos vuelve a esfumarse en la inexistencia): esas cosas no sucedieron, y además ya se ha pasado el tiempo de que las persiga la justicia. El secuestro deja de serlo para convertirse en detención, y su inocua trivialidad parece confirmada, en las palabras de Stampa, por la falta de envergadura de la víctima. De viajante de mobiliario de oficina Marey es degradado a vendedor de reglas y de lápices: el pulgar y el índice del letrado dejan entre sí un espacio mínimo, la burbuja de tiempo de diciembre de 1983 es una pompa de jabón que podría desvanecerse con un gesto de la mano, el infortunio y el suplicio de Marey son una mota de polvo o un grano de arena en el vasto horror del terrorismo, en el censo innumerable de los asesinados, de los secuestrados, de los amputados para siempre de un brazo o de las piernas o de la presencia de alguien muy querido.

Pero ningún crimen justifica ni remedia otro crimen, ningún delito es un acto de justicia. En este desolado aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco piensa uno tristemente que todas las víctimas pertenecen al mismo linaje, que no es lícito agravar la injuria alzándolas como a guiñapos las unas contra las otras. Me distraigo en esas melancolías civiles y cuando vuelvo a la realidad son las siete de la tarde y Cobo del Rosal continúa hablando y parece que no va a terminar nunca.

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