Tribuna:

El hermoso mayo de 1968

Cada 10 años, desde mayo del 68, la sociedad francesa se pone a soñar con su pasado. Celebra el «mayo hermoso» de los estudiantes sublevados como un acontecimiento excepcional inaugurador de una ruptura profunda en la evolución de las costumbres y de las mentalidades. Y cada 10 años, desde hace 30, es también el medio para realizar un examen de conciencia sobre el presente.¿Qué ha sido de ellos?, se preguntó en 1978, para encontrar el rastro de los «alborotadores». En aquella época, mayo del 68 no estaba tan lejos. Pero ya entonces el recuerdo de las travesuras estudiantiles se había relegado ...

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Cada 10 años, desde mayo del 68, la sociedad francesa se pone a soñar con su pasado. Celebra el «mayo hermoso» de los estudiantes sublevados como un acontecimiento excepcional inaugurador de una ruptura profunda en la evolución de las costumbres y de las mentalidades. Y cada 10 años, desde hace 30, es también el medio para realizar un examen de conciencia sobre el presente.¿Qué ha sido de ellos?, se preguntó en 1978, para encontrar el rastro de los «alborotadores». En aquella época, mayo del 68 no estaba tan lejos. Pero ya entonces el recuerdo de las travesuras estudiantiles se había relegado a la retaguardia de la experiencia de la Unión de la Izquierda, que perfilaba un futuro más serio reavivando las ascuas de los lemas de la Sorbona: el «prohibido prohibir» fue sustituido por una izquierda, reconstituida gracias al genio político de Mitterrand, por «¡cambiar el futuro!». Ya no se estaba en el todo permitido. Se estaba en el todo progresivo. Rimbaud seguía sirviendo de contraseña, pero la extrema izquierda, que había provocado la ruptura, empezaba a tener pocas esperanzas en sus sueños. La revolución se desvanecía suavemente. La clase trabajadora se inclinaba mayoritariamente por el reformismo de izquierda.

Mayo del 68 quería sacralizar al individuo, liberar los instintos, meter en vereda al Estado organizador, poner fin a las reivindicaciones cuantitativas y a los diplomados «agentes» del capital. Los partidos de izquierda, por su parte, hablaban de «nacionalizaciones». Querían asumir la utopía cultural de los airados estudiantes de los años sesenta, pero ni hablar de renunciar a las ventajas del Estado de bienestar. La izquierda oficial había sentido ya el viento destructor que empezaba a soplar sobre el sistema socioeconómico francés: la crisis del petróleo de 1973, la revolución científica y técnica en curso, la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods por parte de los americanos y la entronización mundial del emperador dólar no eran acontecimientos nimios. La revolución, la verdadera, la conservadora, estaba en marcha. Reagan y Thatcher llamaban ya a la puerta de la historia. Los tiempos habían cambiado y no nos habíamos dado cuenta. Con todo, algunos dirigentes estudiantiles que se habían hecho adultos y se habían profesionalizado gustaban de alabar las virtudes del mercado y acababan sus doctorados en el partido de los patronos.

Ese primer aniversario fue, por último, el de la amargura para algunos auténticos «airados», el del alba del realismo utópico para la mayoría de los que se habían convertido al programa común de la izquierda. En la calle aún retumbaba la invocación a un mundo mejor, pero lentamente se forjaban las carreras oficiales. Porque 10 años habían sido más que suficientes para juzgar, en Francia, las delicias de la vuelta a la naturaleza, de la experiencia comunitaria, del militantismo de base. Mayo del 68 supuso la toma de la palabra de todos para todos. Mayo del 78, la de los especialistas de la palabra entre todos. Los líderes no habían cambiado. La realidad, sí. Los líderes volvían a salir ante el público como para que les pidieran un bis tras una magnífica representación teatral; los espectadores, educados y de espíritu bondadoso, aplaudían sabedores ya de que se trataba de teatro.

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Diez años después, en 1988, 20 años después del 68, la conmemoración fue irreconocible. La experiencia de la izquierda en el poder -nuestra familia y nuestros sueños- había hecho que se notara el peso de la realidad. No se había cambiado el futuro, pero se había introducido el cambio en esa sociedad que se resquebrajaba por todas partes. Guardado en el desván de nuestras esperanzas, Rimbaud dormitaba mientras Sísifo velaba. Esta vez, los líderes tuvieron el buen gusto de no hacer demasiado. Se les oyó menos. Los sociólogos y literatos tomaban ya el relevo; había que comprender lo que había ocurrido. En 1968 se vivió una explosión juvenil, incierta, que si bien trastornó las cosas, sobre todo las volvió a colocar mal. Había llegado la hora de hacer balance de la experiencia: la educación funcionaba mal, las empresas producían paro, el comunismo había vomitado un Pol Pot, el movimiento a favor del Tercer Mundo chapoteaba en el pantano de unas dictaduras que tocaban a su fin. Y los jóvenes estaban a otra cosa. Su lectura del 68 iba a contracorriente de los deseos de los jóvenes del 68. Queríais -gritaban- la sociedad no productiva, y lo que tenemos es la sociedad sin empleo; buscabais una sociedad permisiva, y lo que tenemos es familias disgregadas; hablabais de la esperanza, y sufrimos el miedo al futuro...

No es que estuvieran en contra del 68. Únicamente echaban de menos aquello contra lo que sus padres se sublevaron en 1968: el Estado social de bienestar, aunque fuese culpable de grandes rigideces. La escena ya no tenía lugar en el Odéon ni ante las cámaras de televisión, sino en las colas de la oficina del paro. Y allí no había telón... La izquierda misma, que en 1978 volvió a plantear la problemática del 68 en defensa del Estado social, se hallaba en medio del huracán de la adaptación a la revolución liberal. La cultura de gobierno la había colocado en una situación incómoda y contradictoria. Su certidumbre era que resultaba vano oponerse en bloque a la revolución liberal, bautizada como «mundialización» y «monetarismo triunfante»; su reflejo instintivo, no permitir que se deteriorara el vínculo social y seguir luchando contra las desigualdades. Hizo ambos a medias. De esta contradicción no intentó salir hasta después de 1995, cuando planteó claramente a Europa el objetivo del empleo, aunque fuera en detrimento de un euro fuerte.

Diez años después de 1988, en 1998, 30 años después de 1968, la conmemoración ha llegado a su cenit: televisiones, periódicos, libros de circunstancia y estudios eruditos, congratulaciones de los actores mediatizados de 1968, de 1978 y de 1988, todo converge para hacer que el acontecimiento sea digno de entrar en el panteón del recuerdo. Esta vez va en serio. Lo importante es «a-na-li-zar». El resultado es que la conmemoración se estira. En 1978, la fiesta duró unos pocos días; en 1988, menos aún; hoy, por el contrario, se programan largos seriales. El culebrón tiene que durar. Los periódicos convocan a gente que entonces era anónima. Los líderes, encanecidos en el tajo, rivalizan en explicaciones ya oídas. Mayo del 68, acontecimiento de futuro, se ha convertido simplemente en un asunto del pasado.

Y sin embargo, hay cierta culpabilidad en el ambiente. No se trata de que los progres del 68 hayan traicionado a su juventud; de que la izquierda, que lleva en su seno 1968 como una experiencia protegida con afecto, quiera pasar la página; de que la aflicción de los marginadoss agüe la fiesta, sino de que, más que en cualquier otro momento, aflora la idea -sencilla pero qué fuerte- de que algo ha fallado en estas tres últimas décadas: tomar en cuenta la necesidad de que exista un carácter social, el llamamiento arcaico a favor de una solidaridad necesaria de la que mayo del 68 también era portador. ¿Y si, en el fondo, mayo del 68 ya no evocase la explosión individualista, sino la invocación solidaria? ¿Si el futuro, tanto tiempo enclaustrado, hubiese vuelto a ponerse en marcha de forma subrepticia? De las huelgas de 1995 a la sorpresa de junio de 1997, de la izquierda en crisis a la izquierda victoriosa, ¿acaso ha brotado la primavera? La congoja permanece, desde luego, pero las clases bajas de la sociedad se han vuelto a poner en movimiento. Mayo del 68 supuso la entrada en liza de nuestros problemas actuales: igualdad de sexos, derechos de los extranjeros, derecho al trabajo, reestructuración en profundidad de la jornada laboral, reorganización del ocio, restablecimiento de la seguridad (no sólo social), apertura universalista, exorcismo de la bestia inmunda del racismo; en suma, la conquista de un nuevo carácter social. Esta búsqueda, que antaño convirtió a unos jóvenes estudiantes formales en unos lanzadores de adoquines, ¿acaso no desemboca en el pragmatismo utópico de los oscuros militantes de hoy, al retomar un sueño nunca derrotado? A pesar de la anarquía de las cifras, ¿qué diremos en el 2006? Que mayo del 68 fue un acontecimiento fundacional del siglo pasado. Que sus huellas no son los coches quemados ni las barricadas de los sublevados. Sino que París, Roma, Praga y Berlín reclamaban una misma exigencia: la sociedad debe estar hecha por y para los seres humanos. Y que esta trivial constatación nunca, nunca jamás se confundirá con una cuenta bancaria. Un sueño de una solidaridad mayor, de relaciones sociales menos canceradas por el odio, de afectos compartidos, de un futuro común recíprocamente consentido. Un sueño de una responsabilidad humana.

Sami Naïr es profesor de Ciencia Política en la Universidad de París 8.

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