Tribuna:

Felicidades, Israel

Ningún sentirniento circunstancial debe impedirnos la manifestación de una elemental alegría ante la celebración de los 50 años del Estado de Israel. Para todos aquellos, judíos y quienes no lo son, que desde hace 2.500 años han vivido o recordado la epopeya del pueblo perseguido y sojuzgado en avatares sin cuento ni medida, coronados por la indecible tragedia del holocausto, la recuperación del territorio nacional debe ser recibida con el alivio que siempre merecen las reparaciones históricas. Tanto más sus aniversarios: éste de los primeros 50 años debiera estar cargado de una adhesión sin r...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Ningún sentirniento circunstancial debe impedirnos la manifestación de una elemental alegría ante la celebración de los 50 años del Estado de Israel. Para todos aquellos, judíos y quienes no lo son, que desde hace 2.500 años han vivido o recordado la epopeya del pueblo perseguido y sojuzgado en avatares sin cuento ni medida, coronados por la indecible tragedia del holocausto, la recuperación del territorio nacional debe ser recibida con el alivio que siempre merecen las reparaciones históricas. Tanto más sus aniversarios: éste de los primeros 50 años debiera estar cargado de una adhesión sin reservas ni condicionamientos. Aunque los mismos habitantes del Estado de Israel nos hayan ofrecido una variada muestra de sus ánimos celebrativos. O más bien de sus divergencias al respecto, entre los partidarios de un Israel laico, al modo de los padres fundadores, y la reinvención de un modelo teocrático y excluyente. También debiera darnos lo mismo. Ese Israel que hoy en forma estatal cumple 50 años merece parabienes y brindis. Al menos en el modo polaco, que tantos millones de judíos alguna vez conocieran, para cantar el sto lat, los cien años, larga vida al Estado de Israel.En el fondo, para bien o para mal, todos somos sensibles a lo que en Israel acontece, quizá porque todos, por estos pagos mediterráneos, occidentales, cristianos, nos sentimos un poco parte de Israel. Lo cual, naturalmente, no implica sentirse parte de Netanyahu, o de nadie en particular en eso que alguna vez fue la tierra prometida. Parte de Israel lo somos porque tantos, en nuestros modelos ideales, nos hacemos "una cierta idea de Israel", al modo que De Gaulle se la hacía de Francia. Es casi un territorio del deber ser, construido en la proyección de nuestras imaginaciones, de nuestras frustraciones, de nuestras malas conciencias, de nuestras responsabilidades. Pero, ¿no es ello, acaso, el resultado de la predilección divina, la transmutación generalizada del pueblo elegido, la recepción neotestamentaria de una historia global de sufrimiento y salvación?

El Israel de los 50 años nació con dolores de parto y tambores de guerra. Produjo una tal reordenación de estabilidades e inestabilidades tal, que en la zona todavía no se han producido los acomodos necesarios para transitar a un estadio ulterior y razonable de paz justa. Es tanto un factor de recuerdo occidental -la democracia, los partidos políticos- como de inconsciente referencia oriental y próxima a los vecinos y sin embargo enemigos. No ha conseguido todavia transar en esa dicotomía, como tampoco lo ha hecho en la angustiosa cuestión del ser israelí: ¿una raza, una religión, la mezcla de ambas? ¿Es Israel la patria de todos los judíos y nada más que de los judios? ¿Hasta dónde llega la invasión teocrática en la ordenación estatal? ¿Son los no judíos que viven en Israel y de Israel ostentan la estatalidad -palestinos, por ejemplo- ciudadanos de segunda categoría?

El brindis, ]a enhorabuena, el feliz cumpleaños, seamos coherentes y rigurosos, va también dirigido al Israel que no nos gusta, arrogante, intransigente, belicoso, provocador, divisivo. ¿Lecciones definitivamente, aprendidas de la terrible historia que nunca más debe repetirse? ¿Dictados inescapables de las urgencias de seguridad? ¿Todo al mismo tiempo? Eso es tambión Israel, el de los 50 años, el del redondo aniversario, el de la permanente y dolorida memoria, el veterotestamentario que no olvida ni perdona. A el, con todo, nuestros mejores deseos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Aunque, claro, nos aferremos a nuestro Israel, un Estado moderno donde ni la raza ni la religión debiera ser elemento de distinciones, discriminación o preferencia, donde la exigencia patrimonial de la tierra recuperada no impidiera el tranquilo reconocimiento patrimonial de la tierra de los otros, los palestinos, también inveterados habitantes del lugar, donde el respeto a las normas democráticas de funcionamiento doméstico tuviera también su aplicación en el respeto sin restricciones a las normas vigentes del derecho internacional, tal como las dicta las Naciones Unidas. Felicidades, Israel, sin cautelas ni recovecos, en toda tu complejidad, en toda tu variedad. ¿Será posible hacerlo todavía con más énfasis, pronto, antes incluso de que lleguen los cien, a un Israel pacífico, pacificado y predicador, tolerante, abierto, sin enemigos ni obsesiones?

En la grandeza del pueblo judío necesario es incluir su inmensa, agónica, a veces autodestructiva capacidad de introspección. Nos la recuerdan los israelies de este 1998, divididos sobre su propia naturaleza hasta en lo anecdótico: el festival de Eurovisión, por ejemplo, y las virtudes / contravirtudes representativas de su ganador/a. Pero no hace 50 años, Arthur Koestler interrogaba amargamente a los de su propia familia: "El año que viene, en Jerusalén", ya se puede celebrar la Pascua. "Si no lo quieres hacer", les decía, "olvídate de tus orígenes e intégrate en el entorno con todas sus consecuencias".

EI mismo Koestler habría de perseguir con fruición documentada la demostración de la artificiosidad racial judio-israelí: la decimotercera tribu no era semita, sino procedente del Asia central, decía, para justificar una vision moderna, laica, tolerante del "ser judío". O israelí. ¿Es lo mismo? Quién sabe. Tampoco los mismos israelíes.

Lo que importa es que hace 50 años, en la estela de no pocos esfuerzos anteriores, y sobre todo en el surco del sufrimiento y del horror, Israel dejó de ser un destino soñado para convertirse, con todas sus consecuencias, en un dato tangible de la realidad internacional, social, política. A esa realidad, como todas caleidoscópica y polivalente, van dirigidas estas felicidades. Con la fórmula que los mismos hebreos-judíos-israelíes utilizan para las ocasiones festivas: lejaim, por la vida. Que es tanto como hacerlo por la esperanza, y por la libertad y por la paz. De Israel, por supuesto. Y de todos los demás. ¿Utilizarán los israelíes los próximos 50 años para hacer radical verdad de ese gesto celebrativo? Amén. Y felicidades, Israel.

Javier Rupérez es presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados.

Archivado En