Tribuna:

El Estado red

El acuerdo británico irlandés sobre el Ulster reviste, como todo el mundo dice, una importancia histórica. Pero no sólo por lo que todo el mundo dice. En efecto, por un lado, representa la posibilidad concreta de poner fin a una contienda fratricida que ha devastado un país y destruido miles de vidas a lo largo de décadas, demostrando que los fanatismos religioso-nacionalistas no son intratables, si se tiene el coraje personal y la inteligencia política de abordarlos y resolverlos. Por otro lado, hay algo en ese acuerdo que tiene todavía un alcance mayor: la puesta en forma de una arquitectura...

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El acuerdo británico irlandés sobre el Ulster reviste, como todo el mundo dice, una importancia histórica. Pero no sólo por lo que todo el mundo dice. En efecto, por un lado, representa la posibilidad concreta de poner fin a una contienda fratricida que ha devastado un país y destruido miles de vidas a lo largo de décadas, demostrando que los fanatismos religioso-nacionalistas no son intratables, si se tiene el coraje personal y la inteligencia política de abordarlos y resolverlos. Por otro lado, hay algo en ese acuerdo que tiene todavía un alcance mayor: la puesta en forma de una arquitectura política adaptada a la gestión social y política de nuestro tiempo, expresión de formas políticas flexibles y de geometría variable, según las circunstancias, que se desarrollan en todo el mundo y que he caracterizado, en las páginas de este diario, como expresión de un nuevo tipo de Estado, el Estado red. Porque ¿en qué consiste la mayor innovación del nuevo sistema político que se prefigura en el Ulster? Sin entrar en detalles que puede usted leer en la prensa, se trata de un sistema de instituciones compartidas en tres Estados y dos comunidades nacional-religiosas: una Asamblea norirlandesa binacional dotada de amplia autonomía; un Consejo norte-sur en el que la República de Irlanda comparte soberanía, en la práctica, con los representantes norirlandeses; un Consejo oeste-este en el que los norirlandeses mantienen permanentes contactos con el Reino Unido en sus procesos de decisión en el marco de la pertenencia formal del Ulster al Reino Unido. Y todo ello en el marco de la Unión Europea, en donde decisiones políticas y económicas fundamentales decidirán en la práctica los aspectos más importantes de la vida cotidiana de los norirlandeses como de los irlandeses y los ingleses. De forma que no desaparece ningún Estado, en realidad se incrementa el sistema con un nuevo Estado autonómico que había sido acallado desde 1972, pero todos los Estados en cuestión pierden soberanía exclusiva y ganan soberanía compartida. Al eliminar la identificación entre nacional y estatal en un ámbito exclusivo se abre el juego, se crean canales para la negociación y, en último término, para la convivencia. La fórmula norirlandesa es, en primer lugar, una demostración de la imaginación y creatividad política de Tony Blair y el nuevo laborismo británico. Pero, en realidad, no hace sino transponer con gran sentido práctico las lecciones de cogobierno ejercido en la Unión Europea durante años. La aplicación del principio de subsidiariedad según el cual las distintas funciones de gobierno deben desempeñarse en el nivel más descentralizado posible en donde puedan ser efectivas lleva, por una parte, a que las grandes decisiones de gestión de la globalidad deban ser reservadas a los órganos de la Unión Europea. Y, por otro lado, a que los gobiernos municipales y autonómicos gestionen casi todo lo que corresponde al día a día, desde la recogida de basuras hasta las escuelas, pasando por la policía local y el medio ambiente. Los Estados-nación continúan siendo elementos importantes de solidaridad social-regional y de cohesión político-cultural. Pero nadie tiene la exclusiva, ni la legitimidad, en este mundo de responsabilidades descentralizadas y compartidas. Y lo esencial, a partir de ese momento, es cómo se negocia y se gestiona sin perderse en una maraña burocrática. Parece necesaria, por ejemplo, una reforma de la Administración pública, a escala europea, que permita entender en la práctica esto de la soberanía compartida no sólo en lo internacional, sino en lo intraestatal. Más aún: el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación puede proporcionar el instrumento material para la administración conjunta, en la medida en que permiten incrementar la descentralización de la gestión, al tiempo que mantienen la coordinación de la decisión, mediante el uso de sistemas comunes de información. Y lo que ocurre en Europa parece ser la tendencia en todo el mundo. Hace unos días asistí en Sao Paulo a un seminario internacional organizado por el Gobierno brasileño para abordar la reforma del Estado en la era de la globalización. Experiencias brasileñas e internacionales, de Estados Unidos a China, convergían hacia un modelo de relación entre distintas administraciones y de cooperación entre distintos Estados, mediante una red de intercambios, negociaciones y codecisiones que configuran instituciones políticas flexibles, eficaces y potencialmente más abiertas a los ciudadanos, mediante la multiplicidad de sus puntos de contacto con la sociedad. El Estado rígido, centralizado, anclado en una soberanía ficticia, superada por los flujos globales, y osificado en la ideología nostálgica de ser una unidad de destino en lo universal, ha quedado obsoleto. Cuanto más tarde en reformarse, más proclive será a crisis sociales y políticas de devastadores efectos. Las consecuencias de este análisis y, sobre todo, de estas experiencias, para España, son extraordinarias. Porque estamos inmersos en la Unión Europea, la matriz más importante de las nuevas formas de Estado red. Y porque somos un país plurinacional, en el que el Estado de las autonomías está, y seguirá estando, en proceso de construcción, tal vez permanente. Y éste fue el genio de los padres de nuestra joven Constitución. Dibujaron una arquitectura autonómica flexible, abierta, que permite integrar la evolución de nuestra sociedad plural en un proceso constante de negociación y redefinición de nuestras instituciones. Porque sabían de nuestra historia que cincelar verdades eternas en el granito de instituciones pétreas es una llamada implícita a su demolición. Cierto que la apertura de un Estado inconcluso y la ambigüedad de normas susceptibles de interpretación ofrecen menos seguridad. Pero la vida, la vida real, nuestra vida, no está hecha de seguridades, sino de capacidad de manejar la incertidumbre, siempre construyendo y reconstruyendo nuestro tejado y hasta nuestros cimientos, según vengan los vientos de la historia, las lluvias del ayer o el sol de una mañana de invernadero. Lo cual quiere decir, en concreto, que algún día habrá que negociar con ETA, por muy asesinos que sean (que lo son), porque ni la Brigada Político-social pudo con ella, ni la Ertzaintza democrá-Pasa a la página siguiente

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tica ha podido, ni los GAL, ni la Guardia Civil. Por algo será. Y quiere decir que el proceso de transferencias a Cataluña está abierto, digan lo que digan quienes lo digan. Y que en Galicia y Canarias no hacen sino empezar. Y que otras identidades se redescubren o se reinventan. Y que como el reconocimiento cultural-nacional ya se da, y eso no basta, es en el ámbito de la reforma institucional donde habrá que inventar. Atendiendo a la profunda redefinición que, en la práctica, experimentará nuestro Estado dentro de unos meses, cuando paguemos en europesetas y ya no tengamos que hacer la mili, porque la OTAN se encarga del ejercicio del poder armado, la esencia de nuestro Estado central a lo largo de la historia. Todo esto no es trágico si no lo hacemos nosotros. No se trata de oponer nacionalismos (españolismo contra catalanismo) ni de disolverlos (no son solubles, lo siento por los racionalistas inveterados), sino de resolverlos, en un sistema de instituciones políticas que comparten soberanía, intercambian información y coadministran, en un ámbito local, autonómico, nacional, estatal y europeo, de forma distinta según cómo, quién y cuándo. Si todos, pero todos, dejamos de ser fundamentalistas, si todo es negociable, a lo mejor podemos negociar con los fundamentalistas e inventar un Estado red plurinacional que traduzca el irlandés al castellano, catalán, euskera y gallego, con perdón del bable.

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Manuel Castells es autor de El poder de la identidad.

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