Tribuna:A PROPÓSITO DEL CASO LEWINSKY

El nuevo periodismo

Hubo un tiempo en que los periodistas nos dedicábamos a contar las cosas que sucedían. Ahora, la cosas suceden casi únicamente para que podamos contarlas, concluye el autor

Desde que el Watergate acabara con la vida política de Richard Nixon, casi no hay periodista ni periódico en el mundo que no sueñen con repetir hazaña parecida, aunque sólo sea por demostrar que, efectivamente, el cuarto poder ha mejorado de rango hasta encabezar la clasificación. El periodismo de investigación se ponía, hasta hace muy poco, como ejemplo de hacia dónde debía dirigir sus esfuerzos la prensa escrita en su lucha contra la invasión de lo audiovisual, pero los excesos cometidos en su nombre han llevado a que respetables y sesudos maestros del género abominen ahora de él. El empeño ...

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Desde que el Watergate acabara con la vida política de Richard Nixon, casi no hay periodista ni periódico en el mundo que no sueñen con repetir hazaña parecida, aunque sólo sea por demostrar que, efectivamente, el cuarto poder ha mejorado de rango hasta encabezar la clasificación. El periodismo de investigación se ponía, hasta hace muy poco, como ejemplo de hacia dónde debía dirigir sus esfuerzos la prensa escrita en su lucha contra la invasión de lo audiovisual, pero los excesos cometidos en su nombre han llevado a que respetables y sesudos maestros del género abominen ahora de él. El empeño de reporteros y redactores jefes por bucear en el lado oscuro de las vidas de los poderosos ha suscitado demasiadas veces el descubrimiento de escándalos inexistentes, la torva manipulación y el descrédito de sus publicaciones. Y, sin embargo, la prensa libre no tiene otra opción que continuar esforzándose por sacar a la luz los abusos que, de otra forma, permanecerían desconocidos del gran público.La carrera por la audiencia es, desde luego, desenfrenada y no se ve siempre coronada por el éxito. En ocasiones, acontecimientos como la muerte de lady Di provocan un acto de contrición general por parte de los buscadores de exclusivas. El mercado se llena entonces de golpes de pecho y lamentaciones, autocríticas más o menos sinceras de los comunicadores, preocupados por que su imagen, de la que al fin y al cabo viven, se vea mancillada. Los más necios tratan de establecer una línea divisoria entre ellos, supuestos representantes de la dignidad de la profesión, y los paparazzi, condenados al infierno mediático por los mismos que luchan casi a mordiscos por obtener sus fotos. Pero el luto es breve y, con el alivio, renace el espectáculo.

Pocos podían imaginar, sin embargo, hace apenas un mes, que el debate de todos los medios de comunicación del universo se había de centrar en la minga del presidente de los Estados Unidos. A estas alturas ya tenemos bastante información de su tamaño, en erección o en reposo, y los comentaristas compiten a la hora de hacer chistes sobre las sensaciones que es capaz de despertar. La ocasión ha resultado propicia para que cada quién haga ostentación de la doble moral que tan frecuentemente nos asalta. En España, un escándalo sexual de un periodista amigo del presidente Aznar mereció la protección de la policía y del Gobierno, e incluso la del secreto de los procedimientos judiciales. En nombre del respeto a la intimidad, se evitó un debate político sobre el carácter de las amistades del primer mandatario del país, y hasta la víctima de las revelaciones se presentó a sí misma como el objeto de una conspiración terorista. Pero los mismos que callaban entonces, y sometían a férrea autocensura sus propios comentarios, se desternillan ahora de risa con las procacidades de Jay Leno en la NBC o los trabalenguas que circulan en Internet acerca del cipote de la Casa Blanca. Esa misma doble moral es la que exhiben algunas feministas, partidarias de Bill casi a cualquier precio, incluso el de admitir que el acoso sexual lo es menos si se produce en el Despacho Oval. La ética de la posibilidad es algo cada día más extendido entre nosotros y la brillantez de nuestros principios palidece a conveniencia del consumidor.

Las pasiones políticas -y de las otras- desatadas en tomo al caso Clinton, y el activo protagonismo de los medios de comunicación, han evitado sin embargo que la discusión se desarrolle por senderos mínimamente aceptables. En realidad ya no sabemos de qué se está hablando: si del derecho de cualquier persona madura, el presidente americano incluido, a tener relaciones sexuales con quien le plazca y a cualquier hora del día, o de lo que nos gustaría a todos los maridos, contar con una mujer tan comprensiva como Hillary, circunstancia que nos permitiría adentramos sin riesgos en la experimentación de placeres similares a los del hombre más poderoso del mundo. Un día el presidente iba a ser despeñado por el abismo del impeachment, acusado de perjurio y obstrucción a la justicia, y al siguiente ascendía a los cielos de la popularidad después de anunciar que había logrado marcar un cero en el déficit público y que se disponía a bombardear Irak. En ambas ocasiones, el universo mediático se había encargado de trasmitirnos las imágenes adecuadas.

Probablemente los americanos piensan, y con razón, que no es serio poner en entredicho la estabilidad política de su país, y con ella la del orbe entero, por una aventura extraconyugal que no ha significado un riesgo, que se sepa, para la seguridad del Estado ni cosas por el estilo. Pero ellos mismos, quizá de manera inconsciente, aceptan complacientes la evidencia de que ya no se gobierna si no es cara a la galería. Antes se pronunciaban los discursos ante el Congreso para rendir cuentas a los representantes de la soberanía nacional. Ahora sólo son una fabulosa escenificación para consumo del gran público. Hubo un tiempo en que los periodistas nos dedicábamos a contar las cosas que sucedían, pero esta es la hora en que, en realidad, las cosas suceden casi única y exclusivamente para que los periodistas podamos contarlas. De modo que la tramoya tiene que funcionar como es debido: hacen falta una mujer leal y fuerte, un fiscal huraño y torpe, una conspiración de la extrema derecha, y una jovencita soñadora convertida en una máquina sexual. Con un reparto así, los libretistas de Verdi o Puccini matarían al protagonista, pero quizás nos estemos acercando al final de una ópera buffa.

Los editores de prensa debemos estar agradecidos, en cualquier caso, a Monica Lewinsky. La hirsuta acusación de Paula Jones no lograba arrebatar los ánimos a los lectores, y además se refería a un Bill Clinton inexistente, un antiguo gobernador de la provincia americana, sin poder y sin expectativas. Monica ha venido a prestar al personaje aquello por lo que cualquier productor de películas suspira: credibilidad. He aquí la base del nuevo periodismo. Lo de menos es cuánto de verdad pueda haber en su historia, lo importante es que el guión funciona a las mil maravillas y permite imaginar una serie de diferentes finales. De manera que vamos a tener a los espectadores clavados en sus butacas hasta que aparezca el "fin".

Copyright Global Viewpoint. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate.

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