Tribuna:

Tormentas de acero

Fue un embajador francés el que ahora hace, un siglo puso de relieve lo que significaba el derecho de intervención en el conflicto de Cuba, esgrimido entonces por el Gobierno de los Estados Unidos. En nombre de criterios humanitarios y de intereses de carácter general, de los que asumía la posición de portavoz privilegiado, McKinley justificaba su pretensión, pronto convertida en realidad, de intervenir por la fuerza de las armas contra España para imponer su solución del problema cubano. Era una nueva visión de las relaciones Internacionales donde la condición de potencia hegemónica implicaba...

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Fue un embajador francés el que ahora hace, un siglo puso de relieve lo que significaba el derecho de intervención en el conflicto de Cuba, esgrimido entonces por el Gobierno de los Estados Unidos. En nombre de criterios humanitarios y de intereses de carácter general, de los que asumía la posición de portavoz privilegiado, McKinley justificaba su pretensión, pronto convertida en realidad, de intervenir por la fuerza de las armas contra España para imponer su solución del problema cubano. Era una nueva visión de las relaciones Internacionales donde la condición de potencia hegemónica implicaba la facultad de constituirse en intérprete y ejecutor del derecho, hasta el punto de legitimar la guerra. El diplomático concluía que eso era tanto como otorga a los Estados Unidos una capacidad de intervención ilimitada sobre el área del Caribe, y los hechos no desmintieron su pronóstico. Sólo que con el tiempo, la crisis actual lo demuestra, la esfera de influencia fue ensanchándose hasta convertirse en mundial.La política agresiva de Clinton frente a la desobediencia de Irak se ajusta estrictamente a ese patrón. Ciertamente existe una amenaza a la paz internacional en el área del Golfo por la negativa de Sadam Husein a permitir las. inspeciones obligadas en sus "palacios". La condena de la estrategia seguida por los norteamérianos no debe hacer olvidar quién es el rais iraquí, la exigencia de encontrar medios para eliminar su política de rearme encubierto y el papel ambiguo que una y otra vez juega una potencia como Rusia, desde los Balcanes hasta el Golfo, apadrinando en apariencia la paz, pero en realidad avalando la resistencia a las autoridades internacionales, tanto de Milosevic y Karadzic como de Sadam Husein. Pero es el hecho que existen otros medios para imponer la inspección y, sobre todo, nunca una sola potencia puede asumir, por encima de la ONU, el recurso a la guerra. Aunque se quiera ver todo ahora bajo el prisma de 1991, las cosas han variado sustancialmente. La hegemonía norteamericana se canalizó entonces a través de la noción de "nuevo orden internacional", que respetaba, siquiera formalmente, la preeminencia de los órganos de decisión de la ONU. Ahora éstos son marginados, o reducidos al papel de simples intermediarios -caso del secretario general-, por la política de poder impuesta desde Washington. Cualquier pretensión de juridicidad desaparece si pensamos en la paciencia benévola con que el mismo Guardián Mundial acoge el incumplimiento por Netanyahu de los acuerdos de Oslo.

Así, si Clinton cumple su amenaza, el desprestigio de las Naciones Unidas será irreparable. Cualquiera que sea el resultado de sus bombardeos, la impresión resultante será la de la superpotencia que impone su capacidad de destrucción, con el concurso de unos satélites. Es una imagen tan nítida como funesta: Occidente, apoyado en Israel, aplasta a un país árabe. ¿Se ha tenido en cuenta lo que a medio plazo puede representar la agresión en curso para la supervivencia de los regímenes árabes llamados "moderados", de Mubarak, Husein o del propio Arafat?

En esta circunstancia, el Gobierno de Aznar ha elegido el poco airoso papel de comparsa, un tanto vergonzante. Gracias al neovictoriano Blair, nos enteramos de su decisión de sumarse al carro de Clinton como portaaviones de tierra firme. Hay que estar con los aliados, explican, al modo de los soldados que saltaban al vacío ante la supuesta orden del Führer en la escena final de To be or not to be. De nuevo tropezamos con un problema que va más allá del juicio positivo o negativo acerca de las decisiones de un Gobierno. Ante todo, ¿cómo puede justificar el Gobierno español la participación en un ataque realizado sin que lo autorice decisión alguna de las Naciones Unidas contra un país con el que no estamos en guerra? Y, en segundo lugar, ¿qué tipo de alianza es la que determina esa participación sin que el Gobierno español intervenga para nada en el mecanismo de adopción de las decisiones? En realidad, es una actitud ciega de vasallaje, subordinando la propia soberanía a la ejecución de la hermosa máxima del llorado Ernst Jünger: "Vivir significa matar".

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