Editorial:

Cruzada y perdón

LA CONFERENCIA Episcopal Francesa ha pedido recientemente perdón por su complicidad en el holocausto durante el periodo dde la ocupación alemana. Juan Pablo II, en su viaje a la República Federal de Alemania en 1987, hizo lo propio por los silencios de la Iglesia católica en la persecución nazi. ¿Y en España? Pues de Roma viene lo que a Roma va. Los deseos de arrepentimiento de la Conferencia Episcopal Española no han cubierto nunca el trayecto de Madrid hasta el Estado Vaticano. Los procesos de beatificación de los llamados mártires de la cruzada siguen su camino hacia los altares, mie...

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LA CONFERENCIA Episcopal Francesa ha pedido recientemente perdón por su complicidad en el holocausto durante el periodo dde la ocupación alemana. Juan Pablo II, en su viaje a la República Federal de Alemania en 1987, hizo lo propio por los silencios de la Iglesia católica en la persecución nazi. ¿Y en España? Pues de Roma viene lo que a Roma va. Los deseos de arrepentimiento de la Conferencia Episcopal Española no han cubierto nunca el trayecto de Madrid hasta el Estado Vaticano. Los procesos de beatificación de los llamados mártires de la cruzada siguen su camino hacia los altares, mientras desde sectores de la Iglesia y de la misma sociedad se interrogan sobre su sentido y oportunidad.Ahora ha sido un obispo, Joan Carrera, auxiliar de la diócesis de Barcelona, quien se ha mostrado partidario de que la Iglesia católica española pida perdón por su toma de partido en la guerra civil. Y un momento adecuado, ha reconocido, sería el 60º aniversario del fin de la guerra civil. Es decir, el próximo año. La Iglesia se alineó con la sublevación militar en julio de 1936. Algunos obispos significados, como Pla y Deniel, Gomá o Eijo Garay -conocido como el obispo azul-, se identificaron sin recato con los franquistas y elevaron al rango de cruzada lo que en cualquier manual de historia no hubiese pasado de simple rebelión militar contra un Gobierno legítimo. Los bajo palio de Franco, el catolicismo como religión única, fueron el pan nuestro de cada día durante el franquismo. Hasta que, en los años setenta, un sector de la Iglesia comenzó su alineamiento con los demócratas.

Las asamblea conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid a principios de los setenta fue uno de los contados primeros pasos hacia la reconciliación nacional y la concreta petición de perdón. Pero la cosa no pasó de ser un tímido inicio que no encontró eco en la cúpula eclesial. Cierto es que el Vaticano no había predicado con el ejemplo y la encíclica Mit brennender sorge (1937) -Con suma preocupación- es la única condena, con maneras suaves, del nazismo. Y también es cierto que cinco días después la Divini Redemptoris se encargaba de recordar que el comunismo era el principal enemigo. Pero desaparecidos ya del mapa político los antagonismos que abrieron el siglo, el ejercicio de pedir perdón debiera abrirse camino en la Iglesia católica y, sobre todo, en su episcopado.

Sólo dos obispos españoles -Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, y Mateo Múgica, obispo de Vitoria- no se sumaron a la cruzada. Después de la guerra y la persecución de que fue objeto la Iglesia, el franquismo supuso un respiro para los eclesiásticos. Los pelotones fusilaban y los sacerdotes confesaban. El propio cardenal Vicente Enrique y Tarancón lo recuerda en sus memorias, en las que también reconoce la identificación entre poder político e Iglesia. El que fuera cardenal del cambio asegura que después de oír al gobernador militar de Burgos y al arzobispo de aquella diócesis no conseguía recordar qué discurso correspondía a cada uno. Eran perfectamente intercambiables.

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Ahora, la petición del obispo auxiliar de Barcelona vuelve a poner sobre el tapete una decisión reiteradamente pospuesta por la Iglesia católica española. La iniciativa de ese prelado ofrece al episcopado la oportunidad de imitar a sus colegas de otras latitudes y rectificar el cauto silencio colectivo de tantos años. Si los obispos españoles no piden ahora perdón, corren el peligro del ridículo: de que el Papa, como hiciera con el episcopado alemán, lo haga por su cuenta.

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