Tribuna:

La pareja de moda

Se los ve arrobados, gustándose (obsérvese con detenimiento la fotografía de la primera página de ayer en EL PAÍS). Son la pareja de moda: Clinton y Blair. Pertenecen a la misma generación, idéntica cultura anglosajona, incluso puede decirse que padecen similar tipo de deterioro en los sondeos -las relaciones íntimas: Clinton, en sí mismo; Blair, a través de las aventuras de su ministro de Asuntos Exteriores, Robin Cook-. Y, sobre todo, la historia ha hecho que hereden de otro binomio célebre: el que compartían sus antecesores Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Lo que los convierte en un espej...

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Se los ve arrobados, gustándose (obsérvese con detenimiento la fotografía de la primera página de ayer en EL PAÍS). Son la pareja de moda: Clinton y Blair. Pertenecen a la misma generación, idéntica cultura anglosajona, incluso puede decirse que padecen similar tipo de deterioro en los sondeos -las relaciones íntimas: Clinton, en sí mismo; Blair, a través de las aventuras de su ministro de Asuntos Exteriores, Robin Cook-. Y, sobre todo, la historia ha hecho que hereden de otro binomio célebre: el que compartían sus antecesores Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Lo que los convierte en un espejo.Es el signo de los tiempos: una generación ha sustituido a otra, y un ideario mucho más pragmático intenta orillar al anterior, doctrinario pero a la vez muy influyente. Reagan y Thatcher se inventaron la revolución conservadora, cuyo ascendiente ha sido determinante en las políticas económicas hasta el día de hoy. Los dos jefes conservadores achatarraron al keynesianismo de la posguerra, que no fue capaz de responder con eficacia a ese fenómeno económico de los años setenta que fue la estanflación (escaso o nulo crecimiento económico y, al mismo tiempo, alzas considerables de los precios).

La mejor lección de la revolución conservadora ha sido la de que para tener una economía sana hay que corregir los desequilibrios macroeconómIcos permanentes (llevar al extremo este axioma, sin tener en cuenta las condiciones sociales de cada situación, condujo muchas veces al dogmatismo neoliberal). Reagan y Thatcher domeñaron la inflación pero, paradójicamente, condujeron a sus sociedades a una falta de cohesión difícilmente superable en los países de su entorno.

Éste es el atavismo que han recibido Clinton y Blair (con un periodo de transición gobernado por los epígonos Bush y Major). Todavía es pronto para saber si serán un polo de referencia del siglo XX, como aquellos con los que se comparan. En primer lugar, porque el tiempo en el que coincidirán en el poder será menor del que tuvieron Reagan y Thatcher. Segundo, porque su corpus doctrinal es menos tangible, más inaprensible. Les une entre sí su prioridad: dotarse de un sistema educativo acorde con los tiempos y universalizado. La educación como eje vertebrador de la identidad y de las diferencias sociales. Clinton va a conseguir -si las faldas y el perjurio no se entrometen en su futuro inmediato- un cambio de tendencia en las finanzas públicas, que también anhela ardorosamente Blair: el superávit presupuestario.

La economía que rige a finales de siglo está mucho más globalizada que la de los años ochenta. La mayor diferencia entre ambas es la liberalización casi absoluta de los mercados de capitales, sin ningún control. Del mismo modo que los conservadores vencieron a los precios, si Clinton y Blair quieren trascender y ser la referencia ideológica de la economía mundial deberán encontrar soluciones al desempleo.

Es cierto que en Estados Unidos y en el Reino Unido, precisamente, éste no es el problema principal, pero el escenario ahora es planetario. Porcentajes menores de paro en sus países pueden ayudarles a ganar las elecciones, pero si quieren contar en el largo plazo tanto como sus antecesores, han de aportar luz a las dificultades que aquéllos dejaron: la falta de trabajo, sea por el efecto de las tecnologías, la ausencia de flexibilidad de los mercados (no sólo el laboral; también el empresarial) o por los gigantescos aumentos de productividad.

Los casi cinco millones de parados en Alemania (más que cuando Hitler tomó el poder) o los más de tres millones en Francia o en España son la característica central de la economía de esos países.

El paro estructural deviene en la peculiaridad del modelo económico de nuestros días, y el crecimiento económico no altera en lo sustancial sus proporciones. Cualquier revolución económica debe cambiar esta especie de destino.

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