Tribuna

De palacios suntuosos a casas de muñecas

En sus orígenes el cine fue un espectáculo raro, una extravagancia destinada a maravillar a los curiosos, junto a la mujer barbuda o a los espeluznantes tragasables. No había locales específicos para aquellas proyecciones: el barracón provisional de los circos o el teatro del music-hall sirvieron para la ocasión. No es de extrañar que las clases medias miraran por encima del hombro aquella forma de entretenimiento. Dicho crudamente: el cine era considerado un espectáculo inferior porque los locales donde se veía carecían de categoría estética y de dignidad social.Así estuvieron más o me...

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En sus orígenes el cine fue un espectáculo raro, una extravagancia destinada a maravillar a los curiosos, junto a la mujer barbuda o a los espeluznantes tragasables. No había locales específicos para aquellas proyecciones: el barracón provisional de los circos o el teatro del music-hall sirvieron para la ocasión. No es de extrañar que las clases medias miraran por encima del hombro aquella forma de entretenimiento. Dicho crudamente: el cine era considerado un espectáculo inferior porque los locales donde se veía carecían de categoría estética y de dignidad social.Así estuvieron más o menos las cosas hasta 1913. En ese año, el arquitecto Thomas Lamb construyó el Regent Theatre de Nueva York, el primer "palacio cinematográfico" del mundo. Su promotor fue Samuel L. Rothaphel, alias Roxy, auténtico visionario que puso en marcha una idea aparentemente sencilla, pero de grandes consecuencias: se trataba de ofrecer las películas en un edificio especial, amplio y ostentoso. En efecto, la fachada del Regent parecía un extraño híbrido, a mitad de camino entre un cortile del Renacimiento italiano y una iglesia colonial española. El interior tenía abundantes lámparas, cortinajes y cornisas doradas. Una legión de acomodadores, impecablemente uniformados, hacía que el espectador se sintiera como el cliente de un gran hotel o el burgués abonado a la ópera.

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El éxito de la empresa fue fulminante. Roxy creó otros palacios cinematográficos y le surgieron por todas partes numerosos imitadores y competidores. En unos pocos años todas las ciudades del mundo tuvieron varias de aquellas salas esplendorosas. Un rasgo común fue su gigantismo: unas 1.500 butacas se consideraban pocas; no era rara una capacidad para 5.000 espectadores, llegándose a veces a casos extremos como el del Roxy Theatre, también en Nueva York, que tenía 6.200 plazas. Este edificio (construido en 1927 por el arquitecto W. W. Ahlsehlager) costó 12 millones de dólares, tenía un grupo coral permanente de 100 voces, un cuerpo de ballet de 90 bailarinas y una plantilla de 300 empleados. La orden de Roxy al arquitecto fue tajante: "Todo debe hacerse en un tono de oro viejo. Cálido, muy rico, ¡suntuoso!". Estamos en el momento más glorioso del cine mudo, no lo olvidemos, y toda gran película iba acompañada con música real, de modo que el espectáculo era también un concierto en el que intervenían orquestas de mucho prestigio.

Eso desapareció, lógicamente, con la llegada del cine sonoro. El sonido (pasos, crujidos, lluvia, cañonazos) pudo ser absolutamente fidedigno, como la filmación respecto a la realidad virtual; la música y las voces de los actores se incorporaron a la cinta, y así es como se impuso el silencio en las salas de cine: otro ingrediente que se añadía a la ya reinante oscuridad para incrementar el poder hipnótico del medio. Así pues, los cines continuaron siendo los soñatorios del siglo XX, aunque reflejando, con ciertas transformaciones de su apariencia, algunos cambios significativos en la psicología colectiva.

El sonido "en lata" (como se dijo en la época) incrementó el prestigio del cine en tanto que medio artístico típicamente mecánico, es decir, "moderno". Por eso se produjo un abandono casi repentino de los estilos históricos y exóticos utilizados hasta entonces en los palacios cinematográficos: las salas de apariencia india o china (como el célebre Chinese Theatre de Hollywood), árabe, azteca, renacentista o barroca spanish cedieron el paso ante el encanto de otras Contemporáneas. Algunas adoptaron el estilo de ese art déco zigzagueante derivado de la exposición parisiense, de 1925, pero la mayoría se adhirió a otras variantes de la modernidad, inspirada en las formas de creaciones industriales de gran prestigio en aquella época como los transatlánticos, dirigibles, aviones, locomotoras, etcétera.

Hay, pues, dos etapas en la historia de las grandes salas de cine, y ambas están bien representadas en ese estupendo escaparate urbano de la primera mitad del siglo XX que es la Gran Vía madrileña. Algunos de los cines que hay ahí son edificios emblemáticos de la historia de la arquitectura española, diseñados por arquitectos importantes, como es el caso del Palacio de la Prensa (Pedro Muguruza, 1924), el Palacio de la Música (Secundino Zuazo, 1924) o el cine Callao (Luis Gutiérrez Soto, 1926). Me refiero ahora a edificios eclécticos en los que se emplearon estilos históricos. Observando éstos y otros ejemplos, nos damos cuenta de que no hubo en las salas de Madrid ese exotismo desaforado que encontramos en los cines "mudos" norteamericanos, por ejemplo, aunque nadie puede negar que también se dio entre nosotros el mismo deseo de ofrecer los estrenos cinematográficos en un decorado de lujo y evasión.

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La segunda etapa, la de la modernidad aerodinámica, peculiar del cine sonoro, la representa muy bien el cine CapItol, obra de Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced (1931-1933). Fue cosa del azar, sin duda, pero la proa naval (con algo de faro y de aeronave) de ese edificio encarnó, mejor que ninguna otra realización coetánea, la voluntad de progreso y de liberación desinhibida del Madrid republicano. Este cine, al menos, no debería modificarse, pues es algo más que un documento de nuestro reciente pasado: testimonio admirable de una etapa de la historia del cine, de la historia del diseño y también (lo que no me parece desdeñable) de la historia de las fantasías y de los ensueños.

Respecto a los otros grandes cines de Madrid, tal vez podría aguzarse el ingenio. En Estados Unidos algunos se han convertido (con pocas modifcaciones) en iglesias, en discotecas o en tiendas de lujo. Y siguen siendo edificios rentables. Cualquier cosa es mejor que trocear esos inmensos espacios, soberbiamente decorados, para convertirlos en neutras cajitas diminutas. El cine en una pantalla pequeña es menos divertido y sobrecogedor: no hay razones económicas que justifiquen la creación de estas casas de muñecas, de este mundo para enanos.

Juan Antonio Ramírez es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid. Asimismo, es autor del libro La arquitectura en el cine (Alianza Editorial, Madrid, 1993).

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