Tribuna:

Una falsa alternativa a la corrupción

Las discusiones parlamentarias y extraparlamentarias sobre la financiación de los partidos políticos se están centrando, como era de esperar, en el aumento de sus ingresos o, más exactamente todavía, en la posibilidad de ser subvencionados con mayor generosidad. A tal efecto, el planteamiento no puede ser más sencillo: los partidos necesitan más dinero, y, como la ley actual no les permite adquirirlo lícitamente, han de acudir a medios corruptos de financiación. En su consecuencia, el único medio de acabar con la corrupción presente es autorizar para el futuro mayores ingresos, para que de est...

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Las discusiones parlamentarias y extraparlamentarias sobre la financiación de los partidos políticos se están centrando, como era de esperar, en el aumento de sus ingresos o, más exactamente todavía, en la posibilidad de ser subvencionados con mayor generosidad. A tal efecto, el planteamiento no puede ser más sencillo: los partidos necesitan más dinero, y, como la ley actual no les permite adquirirlo lícitamente, han de acudir a medios corruptos de financiación. En su consecuencia, el único medio de acabar con la corrupción presente es autorizar para el futuro mayores ingresos, para que de esta suerte no tengan que acudir a fuentes indeseables, fraudulentas y delictivas. Retóricas aparte, el mensaje de los partidos no puede ser más transparente: si se nos concede más dinero por las buenas, no necesitaremos proporcionárnoslo por las malas. Y parece que el argumento está convenciendo y va calando.A mi juicio, sin embargo, tal comportamiento encubre una coacción inequívoca y muy mal encubierta que reproduce viejas conductas de salteadores. El bandolero sale al camino y amenaza a los viajeros con la advertencia de que o le entregan la bolsa voluntariamente o se la arrebata con el trabuco en la mano. Esta manera de enfocar las cosas, este planteamiento de una mayor financiación como alternativa a la corrupción, en cuanto que es el único modo de suprimirla, es un chantaje inadmisible, porque la vuelta a la legalidad y la recuperación de la limpieza nunca pueden venir condicionadas por el corrupto.

La excusa para tan inaudita exigencia -implícita pero elocuente- es la necesidad: si los partidos no pueden satisfacer sus gastos de forma legal, han de acudir por fuerza a medios ilícitos. Por lo mismo, si se les aumentan las subvenciones y posibilidades de donativos, ya no tendrán necesidad de robar. Donosa explicación y, además, cínica, habida cuenta de que no se ve a ninguno de ellos en "estado de necesidad", ni siquiera a los que, por su posición parlamentaria y carácter ideológico, tienen menos posibilidades de financiarse, tanto privada como públicamente.

Todos hemos atravesado en la vida periodos críticos en los que los ingresos resultan inferiores a los gastos; pero sólo a muy pocos se les ocurre cubrir el déficit con el producto de la estafa y la corrupción. Si los ingresos no llegan a los gastos, hay que empezar reduciendo éstos para aproximarlos a aquéllos, y no a la inversa utilizando procedimientos ilegales. Sólo cuando la coincidencia es imposible y el crédito ha desaparecido podrá hablarse de "estado de necesidad" y justificarse soluciones más radicales, aunque no precisamente delictivas.

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Por lo demás, no se acierta a comprender lo elevado de sus gastos, dado que a la vista de las cuentas y balances oficiales que presentan no pueden ser más modestos. De modo que o mienten las cuentas o mienten los partidos al lamentarse del déficit. ¿A quién creer entonces? Confieso que en esta coyuntura yo me inclino por la primera posibilidad. En efecto, digan lo que digan sus documentos oficiales, sus gastos son enormes y también su despilfarro. Los dineros del sacristán cantando se vienen, cantando se van. Como a los partidos políticos no les cuesta ganar dinero (que la almoneda del poder es muy rentable), no les vale la pena esforzarse en ahorrar; y de la misma manera que saquean a los contratistas del Estado a la hora de adjudicar obras, servicios y suministros, también ellos tiran el dinero alegremente, engordan su burocracia y hasta toleran que sus proveedores les saqueen con tal de que sean empresas de familiares y amigos, pues al fin y al cabo todo queda en casa. Seamos serios: nadie puede oponerse por principio a dar una mayor flexibilidad a la financiación de los partidos políticos, pero con varias condiciones: por lo pronto, nada de coacciones; luego, reducción de gastos caprichosos y saneamiento interno, y, en fin, cuentas claras.

Los ciudadanos no pueden tener confianza alguna en organizaciones que falsifican su documentación, defraudan a Hacienda, profesan cotidianamente el tráfico de influencias, juegan sucio, cultivan la mentira, practican la hiprocresía y la arrogancia, comen a dos carrillos, tiran la piedra, esconden la mano y, cuando sorprendidos con los dedos en la masa se ven acorralados, no tienen mejores argumentos de defensa que imprecaciones propias de patio de vecindad al estilo de "peor eres tú" y "mira quién va a hablar". Pues ahora -paradoja sorprendente- como premio a tantas virtudes, se les van a aumentar los ingresos.

Estamos viviendo en España los últimos coletazos de un temporal que ha arrasado el panorama político al descubrir conductas inconfesables y dejado entrever abismos de corrupción. Al mal tiempo, no obstante, buena cara. Lo peor ha pasado ya y sin otros desgarrones que algunas condenas para cuatro militantes de medio: pelo y desafortunada suerte; los de arriba y los partidos han escapado ilesos. Y hasta ganando han salido, puesto que están aprovechando la confusión y la resaca para mejorar sus finanzas.

En cualquier caso grave irresponsabilidad sería conceder subvenciones sin exigir cuentas precisas a alguien que ha demostrado ser de muy poco fiar. Y si para razonar la inutilidad de mi sugerencia se me recuerdan las obligaciones que a este propósito ya impone la vigente ley de financiación de los partidos políticos de 1987, contestaré que más a mi favor, porque es el caso que las cuentas intemas y las que presentan al tribunal de este nombre (y en su caso a la Junta Electoral Central) son literalmente una burla, como una broma es, en consecuencia, creérselas o aparentar que se creen, sin que a nadie se le haya ocurrido tampoco multar las infracciones, según allí se establece, ni mucho menos depurar responsabilidades con pronunciamientos más rotundos.

Lo dicho aconseja indagar las circunstancias que permiten tales burlas y bromas, por muy poca gracia que tengan. Lo que no ha de resultar difícil. Veamos: las Cortes quieren regular la financiación de los partidos y, en garantía, pretenden exigir cuentas de su financiación; además, y para mejor atar las cosas, se reservan la facultad de aprobar la fiscalización realizada en primera instancia por el Tribunal de Cuentas (un organismo ya de por sí bastante sospechoso). En otras palabras, dan y autorizan y también con

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Alejandro Nieto es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense.

Una falsa alternativa a la corrupción

Viene de la página anteriortrolan: lo que parece muy lógico. El mecanismo tiene, no obstante, una espina que lo desbarata, a saber: que esas Cortes que dan y pretenden físcalizar están formadas por los mismos partidos políticos que reciben y son controlados. Con la consecuencia de que tales partidos con una mano dan y con otra reciben de la misma forma que simultáneamente controlan y son controlados. No cabe, por tanto, mayor despropósito. ¿Quién podrá creer que en estas condiciones el sistema haya de funcionar honestamente? Y sobre todo ¿por qué no se plantean claramente las cosas en las discusiones del Congreso?

Los diputados, una vez que superen sus pequeñas diferencias internas, harán la ley que les plazca. Mas a los ciudadanos corresponde advertir que no entienden que se recompense ahora a los que tanto han abusado de la representación popular y, en particular, que no se pueden creer el cínico razonamiento de que una financiación más generosa de los partidos políticos sea un remedio eficaz contra la corrupción ni mucho menos una alternativa a la misma. El buen comer despierta el apetito, y los partidos han demostrado que tienen una descomunal capacidad para digerir cuanto se les eche. Si así se les mima después de las trapacerías que han hecho, ¿qué habría que darles ahora si se hubieran portado bien? Más valdría que se lavaran primero las manos antes de permitirles tocar una peseta pública o privada.

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