Refugio para nómadas

Ramón Jiménez y sus dos sobrinos miraban con ojos golosos el desalojo de los inmigrantes de Boetticher-Navarro. El incesante ir y venir de policías y obreros no conseguía apartarles la vista de una esquina de la nave donde se acumulaba un montón de chatarra. "Si me dejasen cogerla, tendríamos para comer", decía Jiménez (quien vive en una caseta de los alrededores), para inmediatamente matizar que no le interesaban los restos que hubiesen podido quedar arriba, en la planta incendiada. "Eso es basura de los morenos", decía. Arriba, en la devastada avenida de Golo-Golo, entre maderas humeantes y ...

Ramón Jiménez y sus dos sobrinos miraban con ojos golosos el desalojo de los inmigrantes de Boetticher-Navarro. El incesante ir y venir de policías y obreros no conseguía apartarles la vista de una esquina de la nave donde se acumulaba un montón de chatarra. "Si me dejasen cogerla, tendríamos para comer", decía Jiménez (quien vive en una caseta de los alrededores), para inmediatamente matizar que no le interesaban los restos que hubiesen podido quedar arriba, en la planta incendiada. "Eso es basura de los morenos", decía. Arriba, en la devastada avenida de Golo-Golo, entre maderas humeantes y una neblina gélida, entraba el silbido del tren. Por el suelo, se distribuían bombonas y sofás calcinados, camas a medio hacer, radiocasetes reventados, muchas pipas de crack, un cartel con una voluptuosa mujer anunciando rodamientos, dos angelotes de barro, una bolsa de El Corte Inglés convertida en ropero y un sinfin de cartones húmedos. En este tropel se reflejaba la vida de estos 50 inmigrantes acostumbrados a largos años de peregrinar por la capital, a vivir sin luz ni agua (la comida la guardaban en maletas) y a sentirse, como ellos recuerdan, olvidados por las instituciones. Ayer se quedaron sin su último refugio. Hoy estarán buscando otro.