Tribuna:

¿Reforma de la ley electoral?

No es la primera vez que se plantea, pero parece que el resultado de las recientes elecciones autonómicas en Galicia, con el ascenso del Bloque Nacionalista Galego, ha hecho renacer en significados sectores políticos la necesidad de reformar la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG). El objetivo de la misma estaría destinado a dificultar o incluso evitar que en el futuro partidos políticos de ámbito territorial autonómico puedan disponer de capacidad suficiente para configurar mayorías de gobierno.Es bien conocido el aforismo según el cual quien diseña la regulación de las eleccion...

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No es la primera vez que se plantea, pero parece que el resultado de las recientes elecciones autonómicas en Galicia, con el ascenso del Bloque Nacionalista Galego, ha hecho renacer en significados sectores políticos la necesidad de reformar la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG). El objetivo de la misma estaría destinado a dificultar o incluso evitar que en el futuro partidos políticos de ámbito territorial autonómico puedan disponer de capacidad suficiente para configurar mayorías de gobierno.Es bien conocido el aforismo según el cual quien diseña la regulación de las elecciones lo hace para ganarlas. También lo es que, especialmente después de 1945 en las democracias occidentales, los diversos elementos que constituyen el sistema electoral (circunscripción, fórmula electoral, forma de voto, etcétera) a menudo han sido objeto de modificaciones con la finalidad de reducir la influencia electoral de determinadas fuerzas políticas. Recuérdense en este sentido, por ejemplo, los cambios llevados a cabo en la delimitación de las circunscripciones electorales (gerrymandering) de la región parisiense durante los primeros años de la V República Francesa, al objeto de neutralizar en aquel entonces la influencia del voto comunista; algo parecido ocurrió durante los años cincuenta en la Italia hegemonizada por la Democracia Cristiana. No hay duda de que como éstos podrían enumerarse otros casos. Y, ciertamente, si la reforma electoral es aprobada por la mayoría constitucionalmente requerida nada hay que objetar formalmente. Sin embargo, la cuestión es aquí y en cualquier otro país mucho más compleja. En primer lugar, porque las elecciones son la forma principal de participación política, y su norma reguladora -la ley electoral-, sin ser desde luego inmutable, no puede concebirse tampoco como algo contingente, a expensas del sentido del voto expresado en una específica elección. La legislación electoral es una concreción de las previsiones constitucionales acerca de la forma de ejercer el derecho de sufragio, sobre las que el legislador constituido puede dispone de acuerdo con los límites constitucionales; pero esta disponibilidad debe ejercerse con suma prudencia y sobre todo con el más alto grado de acuerdo parlamentario. En segundo lugar, porque entre los partidos democráticos las reglas de juego que en definitiva son las leyes electorales no pueden ser entendidas de forma instrumental. Su modificación ha de concebirse siempre en beneficio de las instituciones democráticas del Estado (su estabilidad, su funcionalidad) y ha de responder a una lógica de integración y no de separación. Y por supuesto, no puede obviar la realidad política territorial de la comunidad sobre la que se proyecta.

Con estos antecedentes, una eventual reforma de la LOREG que obedeciese al objetivo de frenar la presencia de los partidos de ámbito territorial autonómico carecería de los requisitos que se acaban de exponer para ser asumida como una modificación razonable. Las razones para rechazar una revisión electoral de este tenor son diversas. Así, trasluce una visión muy instrumental de las instituciones democráticas considerar que hay que modificar la ley electoral cuando las mayorías de gobierno dependen de los partidos nacionalistas de las comunidades autónomas que operan como, partidos bisagra. Porque durante los años ochenta ha habido Gobiernos que legítimamente han dispuesto de mayoría absoluta sin que nadie alzase la voz reclamando un cambio legal. Si entonces no tenía sentido dicho cambio, tampoco lo tiene ahora si el titular de la soberanía popular ha decidido una composición más diversificada del Parlamento. Las coaliciones de gobierno o la necesidad de pactos parlamentarios no son sinónimo de inestabilidad institucional, ¡faltaría más! Máxime cuando en su momento la LOREG ha facilitado empíricamente la formación de mayorías monocolores. Así ha sido tanto en las elecciones generales como en las elecciones autonómicas (Galicia, Cataluña, Andalucía). Es una obviedad, pero no hay que olvidar que la cultura de la coalición es consustancial al sistema democrático.

Pero si, como parece, lo que realmente preocupa es que los partidos nacionalistas autonómicos. sean protagonistas en la formación de las mayorías de gobierno, la cuestión cobra una especial trascendencia. Porque estas formaciones políticas se integran en un sistema de partidos estatal configurado en los casi veinte años de régimen constitucional; porque, junto con otros partidos -nacionalistas o no-, representan a sus respectivas comunidades autónomas y a la vez -no se olvide- como dice la Constitución, son también "expresión de la voluntad nacional y el pluralismo político de todo el Estado". Una modificación de la LOREG no puede ignorar esto si no es a base de introducir un grave factor de inestabilidad política. En todo caso, si la condición de partido bisagra no se desea para los partidos nacionalistas, la sociedad, los actores políticos son libres para crear opciones de esta naturaleza y de ámbito estatal. Intentos los ha habido y hasta ahora no han prosperado. Por tanto, sería políticamente muy disfuncional modificar a golpe de cambio legal los efectos de la expresión de la voluntad popular del Estado por el hecho de que, coyunturalmente, determinados partidos dispongan de un cierto protagonismo decisorio.

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Probablemente, no sería improcedente que antes de pensar en modificar el sistema electoral los partidos estatales reflexionasen sobre la raigambre de sus organizaciones locales en las ' comunidades autónomas, especialmente en aquellas en las que existen partidos nacionalistas, así como en la autonomía de decisión respecto de la dirección estatal, de la que disponen para competir con aquéllos en la representación de los intereses autonómicos. Porque resulta paradójico reclamarse federalista y propugnar un Senado como auténtica Cámara de representación territorial si, a la primera de cambio, se reclama una modificación electoral como la descrita. Y lo mismo hay que decir respecto de quien gana por mayoría absoluta en una comunidad autónoma e incita a una igual, reductiva y desestabilizadora propuesta legislativa.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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