Reportaje:PLAZA MENOR: ERMITA DE LA ANTIGUA

El tesoro de los Carabancheles

En este punto preciso y fronterizo del tejido urbano se abre una fisura en el espacio-tiempo; del otro lado del umbral de esta puerta invisible ha desaparecido cualquier rastro de la ciudad moderna. A pocos metros de los modernos bloques de pisos, con sus cuidados jardincillos, tan cerca y tan lejos de los semáforos, de los aparcamientos y del bullicioso tráfico de Carabanchel, este paisaje es una isla intemporal que preside la descoyuntada ermita de La Antigua en el viejo y recoleto cementerio de los Carabancheles.Un perrillo mestizo y sin collar sestea en el centro de la improvisada plazuela...

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En este punto preciso y fronterizo del tejido urbano se abre una fisura en el espacio-tiempo; del otro lado del umbral de esta puerta invisible ha desaparecido cualquier rastro de la ciudad moderna. A pocos metros de los modernos bloques de pisos, con sus cuidados jardincillos, tan cerca y tan lejos de los semáforos, de los aparcamientos y del bullicioso tráfico de Carabanchel, este paisaje es una isla intemporal que preside la descoyuntada ermita de La Antigua en el viejo y recoleto cementerio de los Carabancheles.Un perrillo mestizo y sin collar sestea en el centro de la improvisada plazuela. Adosados a la tapia del camposanto hay dos puestos de flores sin rastro de clientes cuyo personal, siguiendo el ejemplo del gozque, descansa ignorando el zumbido de los abejorros tardíos. Entre las flores destaca blanca y oronda la silueta de un botijo muy asendereado. Frente a la entrada del humilde y milenario templo mudéjar, cuya fachada ofrece a la vista inverosímiles ángulos que presagian su ruina inminente, se levanta la verja y una de las puertas traseras de la cárcel de Carabanchel.

La megafonía de la prisión suena como el muecín de la mezquita cuando una voz anónima y metalizada convoca a Ahmed Alí y a otros compañeros magrebíes para algún ritual carcelario. Un todoterreno de la Guardia Civil pasa muy despacio haciendo la ronda por el interior del perímetro del presidio. En la plazuela sobreviven esforzadamente media docena de arbolillos que ocultan una casamata con el tejado de uralita. Un poco más allá, sobre un montículo reposa un gris monumento funerario labrado en granito que sirve de contundente muestra para promocionar el pequeño taller de un marmolista.

"Ermita de La Antigua", reza un escueto rótulo que rompe la sencilla armonía del arco principal de la fachada oeste. Nada más traspasar la puerta, a la derecha, en la parte del ábside permanecen arrinconados los tres retablos, vestigios del pasado culto. El interior de la nave sirve de paso al cementerio; a la izquierda, en una destartalada dependencia, un amable funcionario tranquiliza a los visitantes explicándoles que pronto, como anuncian algunos materiales de construcción esparcidos por los alrededores, el templo será rehabilitado gracias en su opinión a un importante descubrimiento realizado hace dos años en el subsuelo de la iglesia, el del antiguo y genuino pozo de San Isidro, patrono de Madrid, agricultor de estos contornos y seguramente zahorí, adivinador de aguas subterráneas por sus numerosos milagros relacionados con fuentes y pozos.

El descubrimiento acaecido en 1995 aparece consignado y documentado en un artículo que firman sus descubridores, Francisco Javier Faucha Pérez y José María Sánchez Molledo, en la revista Carabanchel 2000, con cuyas páginas fotocopiadas nos obsequia el encargado del cementerio. Con sus fructíferas investigaciones, Faucha y Molledo confirmaron la veracidad de una leyenda que aún permanece viva en la memoria de los carabancheleros que la oyeron de sus padres y abuelos, una leyenda que aseguraba que en alguna parte de la ermita de La Antigua se hallaba el milagroso, pozo de San Isidro.

Los descubridores estuvieron más de un año recogiendo documentación sobre la ermita sin hallar constancia escrita de lo que se había transmitido por tradición oral, pero fue al estudiar y comparar los planos de la planta y alzado del edificio cuando se apercibieron de "cierta incongruencia en una zona específica de la iglesia", exactamente en el sotocoro, y dieron con una cámara aislada oculta tras una antigua reforma cuya existencia no habían detectado los anteriores estudiosos del edificio ni tampoco los trabajadores del camposanto.

La cámara sólo era observable parcialmente desde la parte superior del coro, obstaculizada su visión por un alto muro, y los animosos exploradores se fueron en busca de una escalera que les prestó Joaquín, el encargado del cementerio. La primera escalera, de apenas unos tres metros, resultó insuficiente y no consiguieron llegar al fondo. Por fin dieron con otra algo más larga de las que se usan para poner las flores en los nichos más altos del camposanto y descendieron por ella.

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"Nunca pudimos imaginar", comienza la crónica del descubrimiento en la revista carabanchelera, "que aquel 7 de octubre de 1995 iba a resultar uno de los días más importantes en la historia de nuestras vidas, y en particular en el proceso de recuperación del Patrimonio Histórico Artístico de los Carabancheles". El primero en bajar fue Francisco José Faucha, que describe así sus primeras impresiones: "Se me vino a la memoria Howard Carter cuando entró en la cámara funerario de Tutankamón o Heinrich Schliemann cuando descendió por primera vez a la Gran Cisterna de Micenas. ¡Ahora sé lo que sentisteis!, pensé".

A la luz de la linterna no tardó en desvelarse una puerta carcomida y sobre ella una inscripción con caracteres del siglo XVIII donde aún podía leerse: "Pozo de Sn Ysidro". Detrás de ella se hallaba el brocal sellado con una pesada losa de mármol cubierta de polvo, la embocadura del pozo milagroso, un pozo de factura medieval sellado en el siglo XVIII probablemente por la contaminación de sus aguas y ante el temor de que algunos devotos, confiando más en el poder del santo que en las prescripciones de salubridad pública, enfermasen en vez de sanar bebiendo en él. Junto al pozo aparecieron también valiosos restos de pintura mudéjar en algunas vigas policromadas con tonos de gran viveza; en una de ellas puede verse con claridad el emblema del reino de Castilla. Las pinturas, como la iglesia, son del siglo XIII; el pozo, según el criterio de sus descubridores, "es perfectamente datable, como mínimo en el siglo XII y muy posiblemente en algún siglo anterior".

La publicación del feliz hallazgo no ha interrumpido el secular letargo de este suburbial, rústico y milagroso enclave cuya placidez intemporal rompe la amenazadora verja carcelaria y su puerta condenada. La ermita de La Antigua, con su humilde ábside encalado y su torre desmochada, emerge en el ocaso como un hermoso fantasma que se resiste a desaparecer.

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