Tribuna:

La emergente telecracia

Cuando vivía Franco, la cosa estaba clara y todo el mundo sabía a qué atenerse: la televisión pública era sencillamente una televisión gubernamental. Con el habitual descaro y la buena conciencia de los dictadores, Franco y su gente se reían a carcajadas de quien pretendiera establecer una mínima distinción entre lo estatal, lo gubernativo y lo público. Reforzaban así una tradición bien arraigada en los modos de gobierno españoles, desde la formación del Estado liberal: el ejecutivo es el único poder que cuenta.Cambian los regímenes, pero las costumbres políticas se resisten a desaparecer. La ...

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Cuando vivía Franco, la cosa estaba clara y todo el mundo sabía a qué atenerse: la televisión pública era sencillamente una televisión gubernamental. Con el habitual descaro y la buena conciencia de los dictadores, Franco y su gente se reían a carcajadas de quien pretendiera establecer una mínima distinción entre lo estatal, lo gubernativo y lo público. Reforzaban así una tradición bien arraigada en los modos de gobierno españoles, desde la formación del Estado liberal: el ejecutivo es el único poder que cuenta.Cambian los regímenes, pero las costumbres políticas se resisten a desaparecer. La televisión pública sigue siendo hoy, como desde los tiempos de su creación con Franco en la doble jefatura del Estado y del Gobierno, más gubernativa que pública. El Gobierno, por lo demás, no lo disimula: nombra a su director general de entre los más complacientes funcionarios de su partido y convierte los antiguos "partes" en actos de propaganda gubernativa bajo el eufemismo de telediarios o noticieros. El contrapeso al gubernamentalismo que podría venir de un consejo de administración independiente no existe; ya los partidos políticos se ocuparon de convertir ese consejo en brazo extendido del ejecutivo. De modo que, por ese lado, no hay por qué preocuparse: la televisión pública está, como desde los tiempos de Franco y sin interrupciones dignas de mención, en buenas manos, o sea, en manos del Gobierno.

Pero este Gobierno no se da por satisfecho con disponer de un instrumento tan dócil y eficaz como la televisión pública. Lo quiere todo. Presenciamos así la aparición de una forma típicamente española de ese ejercicio del poder, cotidiano y a distancia, que Javier Echeverría, en su lúcido ensayo Telépolis, llama telecracia. Lo original de la configuración española de esta nueva forma de poder es que aparece envuelta en un paquete en el que lo público/gubernativo se funde con lo privado/ex público bajo control del Gobierno y con un sector del poder financiero. Gobierno, Empresas ex públicas y Banca liderando operaciones de compra de cadenas de televisión constituyen algo diferente a un episodio de una guerra entre empresas por el reparto de un suculento mercado; constituyen ni más ni menos que la emergencia de un nuevo poder con ansias totalizadoras y con recursos suficientes para dominar toda la mercancía televisiva que llegue a los últimos rincones de todas las unidades de consumo y producción de Telépolis. Pronto, encender un televisor equivaldrá a meter en la cocina los tentáculos de la nueva telecracia que con tanto tesón y no escasa habilidad construye día a día el Gobierno del Partido Popular.

Ya está éste con 1984 y el Gran Hermano, quizá piense alguien. Pues sí, algo tiene que ver todo esto con la necesidad compulsiva de amor que llevó a Big Brother a aparecer en todas las telepantallas de la ciudad utópica de Orwell. Esta ofensiva sobre los medios decretada desde el Gobierno, y conducida por Telefónica con los bancos Santander y Central Hispano cubriendo los flancos, tiene su origen en el sentimiento de desamor que tanto abruma al presidente del Gobierno, palmo y medio más bajo que los gigantones del Norte. El presidente quiere que se le quiera y está dispuesto a comprar todas las televisiones hasta alcanzar el amor universal, gran sueño de todo aprendiz de déspota. Pero al resto de los españoles, a los que nos trae sin cuidado la altura de los suecos, nos va en el empeño mucho más de lo que la actual dejadez y como desinflamiento de la opinión permite vislumbrar: nos va que al final de la ofensiva, esta telecracia emergente acabe por instalarse en la sociedad española como poder mediático único y monolítico emitiendo un único y mismo mensaje -España va bien, o algo así- y que todos nosotros, como el desdichado Winston, con el vaso de ginebra en la mano y dos lagrimones resbalando por las mejillas, alcancemos la paz inefable convencidos de que por fin amamos al Gran Hermano.

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