Tribuna:

Nacionalismo y globalización

Es raro el día en que no leamos en algún periódico un artículo sobre el nacionalismo que nos acosa o sobre la globalización que nos invade, pero muy pocos son los que tratan de la relación entre una cosa y otra, como si fueran dos fenómenos de orden distinto y que nada tuvieran que ver entre sí, cuando la verdad es que ambos están en relación entre sí, constituyéndose en tendencias profundamente interdependientes, vinculados por una dialéctica común al movimiento de la sociedad contemporánea. Sólo un debido conocimiento de esa dialéctica permitirá entender el sentido profundo de una y otra ten...

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Es raro el día en que no leamos en algún periódico un artículo sobre el nacionalismo que nos acosa o sobre la globalización que nos invade, pero muy pocos son los que tratan de la relación entre una cosa y otra, como si fueran dos fenómenos de orden distinto y que nada tuvieran que ver entre sí, cuando la verdad es que ambos están en relación entre sí, constituyéndose en tendencias profundamente interdependientes, vinculados por una dialéctica común al movimiento de la sociedad contemporánea. Sólo un debido conocimiento de esa dialéctica permitirá entender el sentido profundo de una y otra tendencias.Las causas de la globalización están claras: son el inevitable resultado de un creciente proceso de racionalización de la vida occidental que ha ido apoderándose de nuestras sociedades, desde el nacimiento de la filosofía en Grecia. Esa tendencia hacia la racionalidad ha ido increscendo en la medida en que la razón ha penetrado los secretos de la naturaleza y los descubrimientos científicos se han apoderado de nuestras vidas. Las tres andes revoluciones tecnológicas -vapor, electricidad, electrónica- han conseguido aumentar la producción y, paralelamente la demografea hasta el punto de que hoy vivimos en sociedades de masas sin que estas tengan necesariamente que conducirnos a la anarquía. Más bien el peligro es el inverso: el que los hombres se conviertan en piezas de un sistema crecientemente uniforme y homogéneo, regulado por mecanismos racionalizados que funcionan autónomamente y han perdido de vista cualquier fin personalizado. Ha triunfado la razón instrumental o mediática, como dicen los filósofos frankfurtianos, o, si queremos emplear la terminología estructuralista diremos que la estructura Y sus articulaciones se han adueñado del sistema. En su radicalidad la conclusión es clara: "El hombre ha muerto": En la "aldea global", que ya hemos alcanzado los objetos se han apoderado del mundo, y cualquier conato de subjetividad resulta altamente disfuncional.

Ante este panorama de uniformidad, de homogeneidad y desmesurado crecimiento de lo anónimo colectivo, algunas fuerzas oscuras y profundas del ser humano se rebelan. A ese hondo y secreto instinto responde el nacionalismo; frente a un mundo anónimo y deshumanizado es natural que el hombre -acosado por el triunfo de la máquina- busque unas raíces que le vinculen a su lugar de origen. El sentimiento de lo telúrico y de la patria chica se imponen inconscientemente buscando un anclaje que dé sentido a la vida del hombre en su hic et nunc. En la danza omnipresente de los objetos, el hombre busca sentirse sujeto, y nada mejor para ello que hacer de la "nación" -lugar de nacimiento- o de la "patria" -tierra de los antepasados- un orden de valores ideales que justifica su acción en el mundo, incluso cuando ésta pueda parecer irracional. Eso es precisamente el nacionalismo, una búsqueda de la identidad cultural del colectivo en que vive y que con mucha frecuencia se confunde con la etnia.

El nacionalismo, pues, como se desprende de lo que acabamos de decir, no es necesariamente malo; incluso -yo diría- puede ser extraordinariamente positivo. El valorar lo propio enriquece el mundo y puede ayudar a engrandecerlo si sirve de estímulo en el orden de la creación de valores -artísticos, religiosos, políticos intelectuales y culturales, en general- que abren perspectivas y horizontes nuevos a la humanidad en general. La única condición para que ese nacionalismo sea positivo es que no se convierta en fanático y excluyente, negando el derecho a existir a todo lo que no se identifique con él. Es entonces cuando aparece la xenofobia, el racismo, la violencia y todos los aditamentos de agresividad con que tales movimientos se acompañan.

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Estamos acostumbrados a considerar negativamente los nacionalismos, porque suelen aparecer en la prensa cuando se acompañan de los rasgos antes citados, sin darnos la oportunidad de entender que cuando el nacionalismo no es excluyente, sino integrador y comprensivo, puede ser un factor de humanidad; de enriquecimiento y potenciación de lo humano en general.

Al hablar de nacionalismo deberíamos pues, distinguir antes de qué nacionalismo hablamos. En cierto sentido, todos somos o hemos sido alguna vez nacionalistas, puesto que la nación ha sido en Occidente y durante los últimos siglos el marco político en que hemos vivido todos. El ciudadano europeo de los últimos siglos ha sido habitualmente francés, español, italiano alemán, noruego, inglés, etcétera, y si siente que es antes bretón que francés o catalán antes que español, por poner solo dos ejemplos, suele ser porque algo no marcha bien en su proceso de integración. La tendencia normal es ir partiendo de los niveles más próximos -ciudad, región, provincia, autonomía- hasta ir integrándonos en niveles cada vez más lejanos -nación, continente, subcontinente, humanidad-. Si no sucede así algo marcha mal, aunque el origen de ese mal pueda estar en muy diversas causas y tener muy distintos orígenes -unas veces subjetivos y otras objetivos-.

Un problema que suele interferir en un correcto entendimiento del nacionalismo es el factor político. Ha habido una tendencia, frecuente en nuestro área, a considerar que toda nación debe constituirse normalmente en Estado-nación, pero esto es consecuencia de que ése ha sido el sujeto -histórico por excelencia- de nuestras sociedades occidentales. Sin embargo, no necesariamente debe ser así. Una "nación" es fenómeno cultural complejo que no tiene por qué abocar en la configuración política que llamamos Estado-nación; de hecho, hay Estados sin nación -los de Estados Unidos-, de la misma forma que hay naciones sin Estado -Cataluña o Escocia-. Ahora bien, si salvamos todos estos obstáculos para un buen entendimiento de lo que es el nacionalismo, alejándonos de sus muchas y monstruosas aberraciones, llegaremos a la conclusión de que no sólo el nacionalismo no es malo, sino que constituye un factor fundamental para una sana construcción del mundo futuro, en el que puede ejercer una función de equilibrio y contención para la creciente globalización.

Es, por tanto, de primera importancia tener ideas claras de lo que es el nacionalismo Y de su factor compensador de una homogeneización uniformadora que convierte a los seres humanos en números. Desde este punto de vista, nada más necesario que una meditación sobre la función e importancia en nuestro mundo de un humanismo adaptado al nivel de los tiempos que corren. En contra de los que predican a favor de una cultura científica donde las viejas humanidades han quedado desplazadas, entendemos que en el llamado -y todavía desconocido- Nuevo Orden Mundial el nacionalismo -entendido con el criterio de las humanidades- tiene que jugar un papel primordial. Sólo así podrá darse un sentido humano al mundo del futuro para ello tendremos que ser muy conscientes del pro y del contra de los valores del nacionalismo, sumando los primeros y restando los segundos. El lector se dará cuenta de que estoy hablando -¡naturalmente!- de educación. Pero ése es otro tema.

José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

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