Tribuna:

De Mendès-France a Lionel Jospin

Cuando, al principio del decenio de los cincuenta, la guerra de Corea en Oriente y la guerra fría en Europa adquirieron especial dramatismo, el Gobierno de Washington acentuó su presión para conseguir el rearme de la Alemania Occidental: de la entonces recién nacida e inerme República Federal, que sin soportar gastos militares, se alzaba con vigor de sus ruinas y de sus cenizas. Temiendo la resurrección de un ejército alemán, Francia propuso una fórmula ingeniosa: la República Federal se rearmaría, pero no creando su propio ejército, sino dentro del marco de un ejército europeo. Bendecida por ...

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Cuando, al principio del decenio de los cincuenta, la guerra de Corea en Oriente y la guerra fría en Europa adquirieron especial dramatismo, el Gobierno de Washington acentuó su presión para conseguir el rearme de la Alemania Occidental: de la entonces recién nacida e inerme República Federal, que sin soportar gastos militares, se alzaba con vigor de sus ruinas y de sus cenizas. Temiendo la resurrección de un ejército alemán, Francia propuso una fórmula ingeniosa: la República Federal se rearmaría, pero no creando su propio ejército, sino dentro del marco de un ejército europeo. Bendecida por los Estados Unidos, la idea cuajó en el tratado que instituía la Comunidad Europea de Defensa (CED) y que fue firmado en mayo de 1952 por los Gobiernos de los seis Estados (Francia, Italia, la Alemania Occidental y los tres del Benelux) que habían ya firmado el que instituía la Comunidad del Carbón y del Acero.Pero la idea de tener un ejército en común con Alemania era rechazada por los comunistas y, en Francia, también por los gaullistas y algunos otros sectores de la opinión pública. Mendès-France, elegido jefe del Gobierno francés en 1954, sin tomar aparentemente partido contra la CED, se las arregló para que la ratificación del tratado que la instituía fuese rechazada por la Asamblea Nacional en agosto de aquel año. Pero, como la exigencia del rearme alemán era apremiante, la República Federal fue dotada de un ejército propio que no deseaba tener.

Pasaron más de treinta años. En una situación ya muy distinta, Alemania había llegado a ser un gigante económico y una colosal fortaleza monetaria, mientras que los países continentales de la Comunidad Europea estaban empezando a convertirse en una especie de "zona marco". Por iniciativa de Francia, y dado que la unidad monetaria es consecuencia lógica, natural y, a la larga, inevitable del mercado único y la comunidad económica ya en vías de realización, se decidió finalmente (1989) crear una moneda común -el ecu, hoy euro- y ponerla bajo la autoridad de un banco emisor central. Con ello se trataba -y sigue tratándose-, entre otras cosas, de integrar en un conjunto continental el hegemónico marco y la hegemónica Bundesbank, que lo administra; o sea, de preparar en el plano económico (lo mismo monetaria (los comunistas y el muy experto, tenaz e inteligente Chevènement), permite preguntamos si no irá a impedir Francia, en 1998, lo mismo que impidió en 1954, la realización de un proyecto audaz, decisivo y que, además, es de origen francés y está destinado entre otras cosas- a frenar y encauzar el ímpetu hegemónico alemán, que ha pasado, en 40 años, de ser teórico embrionario, a ser muy real y seriamente amenazador. La pregunta es tanto más razonable cuanto que las circunstancias han cambiado completamente desde los días en que Mendès-France enterró la CED. Entonces los alemanes occidentales no querían tener ejército propio; ahora están orgullosos de su marco y muchos de ellos (quizá la mayoría) rechazan el euro porque la entronización de éste entrañará el destronamiento de aquél: rechazo estimulado por buena parte de la oposición socialdemócrata (en contra de la opinión enérgicamente sostenida por el ex canciller Helmut Schmidt) y por varios sectores del bloque gobernante hostiles a Kohl. Por otro lado,el aplazamiento a poder ser sine die de la adopción del euro cuenta con la complacencia del thatcherismo, que -enfundado ahora en guante blanco y empuñando rosa roja- persiste desde Londres en su empeño de reducir Europa a mera zona libre de comercio, y con la de unos Estados Unidos temerosos de la -para el dólar- inquietante concurrencia de una moneda europea unificada.

Por si todo esto fuera poco, la evolución de la economía alemana tiene actualmente visos de llegar a impedir, en la primavera próxima, que el gigante germánico cumpla las condiciones fijadas para adoptar el euro. Esto último sería un arma de dos filos: por un lado proporcionaría a los adversarios de la moneda única un pretexto para retrasar la unificación; por otro, les privaría del pretexto que, para ese retraso, les ofrecería un eventual incumplimiento por parte de Francia. Pues si ni Francia ni Alemania satisfacieran los requisitos, y dado que resulta en la práctica igualmente indispensable que una y otra participen en la creación del euro, no quedaría más remedio que cerrar los ojos y crear éste a pesar de todo. Aguardar hasta que ambas economías, cada una por su lado, obedezcan a todas las exigencias de Maastricht equivaldría a renunciar hasta Dios sabe cuándo a la ya urgente unificación monetaria. Y eso sería una catástrofe.

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Lo sería, más que por demorarse así la consecución de las importantes ventajas intrínsecas que el euro ha de traer consigo, por prolongarse así la nefasta situación de interinidad en que hoy nos encontramos: que no en vano hay quien pide el adelantamiento de la fijación de los tipos definitivos de cambio entre las monedas nacionales condenadas ya a muerte y la moneda europea aún sin nacer, para impedir que la manipulación de los mercados falsee a última hora, sin tiempo para rectificar, la equivalencia recíproca de las divisas. Esta fase transitoria, inevitablemente plagada de incertidumbres, crea una inestabilidad que, si se prolonga, resultará muy perjudicial.

Finalmente, no es aceptable que la unificación quede a merced de lo que en Francia y Alemania ocurra y se decida. Bastante es que los demás aceptemos (¿qué otro remedio queda?) la imprescindibilidad de una y otra. Pero, habiendo llegado al grado actual de compromiso, ninguna de las dos tiene ya derecho a romperlo, ni siquiera a demorar su cumplimiento. España, Italia, Portugal y otros miembros de la Unión hacen, desde hace años, tremendos sacrificios para incorporarse cuanto antes a la unión monetaria. Sería inadmisible aplazar ésta alegando dificultades, debilidades o conveniencias francesas y/o alemanas. Prorrogar unos plazos que tanto les ha costado cumplir provocaría una frustración enorme.

Hay, pues, que hacer ver cuanto antes lo temerario que sería tratar inconsideradamente a la Europa periférica, cuyo destino no es lícito tener a merced de las imposiciones franco-alemanas, y cuyos Gobiernos debieran formular a tiempo las advertencias pertinentes (parece ser que, al menos, el italiano lo ha hecho ya), en previsión del supuesto de que la frustración se produzca, para tratar de no encontrarse, llegado este caso, en la dura necesidad de cumplirlas.

José Miguel de Azaola es escritor.

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