Historias de un caballo

La estatua ecuestre de Felipe IV ha sido testigo de las históricas pifias de la plaza de Oriente

Al interminable recuento de pifias perpetradas sobre la plaza de Oriente a través de los tiempos le puso por ahora colofón Camilo José Cela, más crítico que laudatorio, en su discurso frente al monumento ecuestre de don Felipe IV, restaurado y reubicado como la guinda final de los desaguisados de la última remodelación de este espacio urbano especialmente castigado.Las dos pifias señaladas por don Camilo en su filípica son dos pifias históricas. Los encargados de la "rehabilitación" de la plaza, que todo pusieron manga por hombro despreciando las críticas de arqueólogos y urbanistas, no osaron...

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Al interminable recuento de pifias perpetradas sobre la plaza de Oriente a través de los tiempos le puso por ahora colofón Camilo José Cela, más crítico que laudatorio, en su discurso frente al monumento ecuestre de don Felipe IV, restaurado y reubicado como la guinda final de los desaguisados de la última remodelación de este espacio urbano especialmente castigado.Las dos pifias señaladas por don Camilo en su filípica son dos pifias históricas. Los encargados de la "rehabilitación" de la plaza, que todo pusieron manga por hombro despreciando las críticas de arqueólogos y urbanistas, no osaron, sin embargo, corregir ni un ápice los dos errores puestos de relieve por el Nobel: la posición de la estatua, que ofrece groseramente sus cuartos traseros a los balcones del palacio Real, y los datos erróneos de la placa que figura al pie del monumento, que adjudica su erección a la reina Isabel II, sin duda experta en tales menesteres.

Lo que hizo Isabel II fue trasladar la estatua de su antecesor, que no antepasado, del parque del Retiro a la nueva plaza de. Oriente. La reina, o tal vez Argüelles, su mentor en estas obras, fue la que ordenó colocar a caballo y caballero de espaldas al palacio, como si su majestad estuviera huyendo de estampa de sus alcázares después de una trifulca conyugal o palaciega. Felipe IV fue todavía inquilino del viejo, incómodo y destartalado alcázar de Madrid, cuyas corrientes de aire aceleraron en más de una ocasión el tránsito sucesorio y el declive de la Casa de Austria con fatales pulmonías.

No fue precisamente Felipe IV un rey muy hogareño; pretextando quizá las incomodidades y riesgos para la salud de su residencia palaciega, el rey solía escapar de noche del alcázar con varios compañeros de farra para conocer más de cerca a sus súbditos, y especialmente a sus súbditas, dejándose caer embozado en los peores antros de la capital, donde se bailaba el sensual fandango y se alternaba con mujeres de vida licenciosa.

No hay pifia alguna, por tanto, en la colocación de la estatua. El caballo muestra su grupa al palacio y su espalda el caballero, exactamente igual que hacían sus modelos de carne y hueso una noche sí y otra también. De la segunda pifia, la adjudicación de la obra a doña Isabel II, tiene más culpa ella que el alcalde Álvarez del Manzano y sus adláteres. El equipo municipal no ha hecho más que perseverar en el error al recoger los datos que figuraban en los recuadros de mármol del pedestal que dicen: "Reinando Isabel II de Borbón" y "para gloria de las artes y ornamento de la capital erigió Isabel II este monumento". La diferencia entre monumento (pedestal y figuras) y estatua está en el origen de la equivocación.

La magnífica estatua fue encargada por la duquesa de Toscana al escultor florentino Pietro Tacca por expreso deseo del propio Felipe IV Para conseguir el difícil equilibrio de su figura ecuestre, con el pesado caballo reposando sobre sus patas traseras, Tacca consultó con Galileo Galilei, que aconsejó que se hiciese maciza la parte trasera del caballo y hueca la delantera. La obra tuvo algunos problemas de ejecución, pero muchos y más graves fueron los que surgieron con el presupuesto y con el cobro de la factura pendiente, problemas que, según cuentan las crónicas, causaron la muerte del propio escultor, que andaba todo el día a la gresca con el encargado de finanzas del gran duque de Toscana.

Al trasladar la estatua de Felipe IV a la plaza de Oriente se encontraron en el vientre hueco del caballo los esqueletos de cientos de pajarillos que habían ido a parar allí desde los nidos que sus infelices progenitores habían instalado en las mismísimas fauces del voraz equino, a cuyas plantas jugaron generaciones y generaciones de niños madrileños como cantaban las coplas de Hartzenbusch: "Ninos que de seis a once, / tarde y noche, alegremente, / jugáis en torno a la fuente / del gran caballo de bronce/ que hay en la plaza de Oriente".

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Hay otras estatuas en la plaza de Oriente, infelices reyes de a pie de grosera factura, pues fueron concebidos para ser contemplados desde lejos como remates de la fachada del palacio. La grosería es inexcusable en el caso de las tres reinas.

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