Tribuna:

Lo que le falta a Europa

Seguramente por estar ocupado con las plataformas digitales de televisión, el Gobierno no está impulsando el conocimiento y discusión sobre la cuestión central hoy para España, que es precisamente el futuro de Europa.Tampoco la oposición parece muy interesada. La izquierda europea ha venido oscilando entre el acriticismo conformista de los socialdemócratas y la descalificación sin más alternativa de la izquierda extrema. Ha habido poca audacia para hacer una propuesta global supranacional, por lo que la izquierda no ha ido en buenas condiciones al debate necesario con una derecha que se mueve ...

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Seguramente por estar ocupado con las plataformas digitales de televisión, el Gobierno no está impulsando el conocimiento y discusión sobre la cuestión central hoy para España, que es precisamente el futuro de Europa.Tampoco la oposición parece muy interesada. La izquierda europea ha venido oscilando entre el acriticismo conformista de los socialdemócratas y la descalificación sin más alternativa de la izquierda extrema. Ha habido poca audacia para hacer una propuesta global supranacional, por lo que la izquierda no ha ido en buenas condiciones al debate necesario con una derecha que se mueve entre el monetarismo y el populismo.

Así, la construcción europea, que ha sido clave para preservar la paz medio siglo, se ha hecho silenciosa y desequilibradamente, con predominio de lo económico sobre lo político (por tanto, de la derecha sobre la izquierda). Quizá porque la sociedad europea -si es que existe- no exigía explícitamente mucho más. La realización de un mercado único, la generosa política agrícola proteccionista y algunas ayudas para el desarrollo de las infraestructuras, junto a una diplomacia simbólica e impotente, no requerían grandes convulsiones constitucionales, ni partidos o sindicatos de ámbito europeo, ni estrategias transformadoras de largo aliento, ni dialécticas intelectuales profundas.

La consecuencia del modelo economicista ha sido un tipo de Gobierno europeo difuso, opaco y huidizo (no se sabe quién gobierna realmente, si la Comisión, el Consejo, o el Tribunal de Luxemburgo); un Gobierno tecnocrático y lejano de los ciudadanos (no hay línea política que apoyar o rechazar, parlamentaria y democráticamente), oligárquico (Francia y Alemania son los factores vertebradores a falta de otros símbolos), débil frente a los serpenteantes grupos de presión (no tiene continuidad la política interior europea o es mera fachada como la política exterior); un Gobierno, en fin, que no define ni orienta un "interés general".

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Europa ya no puede seguir con ese modelo. Los avances que supusieron el Acta Unica o Maastricht -tímidos, pero avances a pesar de todo- se han quedado muy cortos en este fin de siglo. Se da la paradoja de que Europa es determinante para que la población confíe en un Gobierno nacional -la gente siente que no se puede gobernar un país sin asumir el proyecto europeo y sabe que hay con éste una vinculación irreversible para bien o para mal- y, sin embargo, no existe un lazo emotivo popular con las frías instituciones de Bruselas. A Europa le falta algo. ¿Qué es? ¿Cuánto puede subsistir sin eso de lo que carece?

Yo creo que la Unión Europea (UE) ha llegado a su mayoría de edad, sin que su trayectoria vacilante tenga un claro sentido para los que viven en el continente, que no perciben bien para qué sirve y de qué les vale. Ése es el fondo de su particular situación crítica. Hasta ahora la UE podía ir tirando, dependiente de sus "padres" -los Estados miembros-, o mejor, de los Gobiernos estatales, de los que Bruselas ha sido proyección o mero brazo ejecutor. Pero eso era posible cuando se trataba, simplemente, de coordinar políticas de acompañamiento de segundo nivel. Los Estados poderosos económicamente obtenían grandes ampliaciones de su mercado (Francia, Alemania, Benelux) y los países del sur acogían ingentes ayudas para la convergencia a fondo perdido (Grecia, Italia, España, la cual recibirá 800.000 millones de pesetas netas de la UE en 1997).

Ahora entramos en una nueva fase. No es sólo que los grandes problemas sólo sean abordables superando las decrépitas e inútiles fronteras del Estado (empleo, medio ambiente, globalización financiera y comercial, deslocalización, Tercer Mundo, inmigración, I + D, comunicación). Es que, dentro de un año, tendremos una sola moneda y, por tanto, por vez primera, una gran política económica general -la política monetaria- será desde su raíz únicamente europea y condicionará a todas las demás (rentas, presupuesto, fiscalidad, mercado laboral). La llegada del euro tendrá efectos que me recuerdan, salvando las enormes distancias, la acuñación de moneda hace medio milenio: si entonces pasamos de la Edad Media a la soberanía del Estado moderno, hoy nos adentramos en la edad de la globalización sin órganos políticos a su altura.

La moneda única, símbolo de la soberanía de Europa frente al dólar o al yen, acercará los intereses de los europeos, que se sentirán inmersos en un gran barco en que convivir durante una larga travesía. Pero la nueva etapa encuentra a la Unión sin remedios para asimilarla, desnuda como ese barco en un océano, con rumbo incierto y sin piloto definido que gobierne la nave. ¡Cómo puede extrañar que Europa no ilusione!

¿Qué le falta, pues, a Europa?: un objetivo y una dirección política. Le falta un objetivo que ya no puede ser sólo la liberalización mercantil o la unión monetaria (aunque son requisitos fundamentales, a mi juicio, que Maastricht, con sus insuficiencias, define ya sin alternativas creíbles). Ese objetivo para el siglo XXI no puede ser otro que satisfacer directamente -no sólo indirectamente- las necesidades inmediatas -no sólo las mediatas- de las personas que habitan este continente, y aportar una acción solidaria con los pueblos más necesitados del planeta. Veamos los contenidos básicos de esos requerimientos.

Los ciudadanos necesitan ante todo seguridad en el futuro a través del empleo y de la protección social, cuyo deterioro estructural y crónico exige con urgencia una concertación continental. Por eso, la reforma del Tratado de la Unión debería introducir como principio constitucional la consecución de un empleo estable, y poner los medios jurídicos y financieros necesarios para ello, coordinando a ese efecto las políticas económicas. El Tratado tendría que incorporar de forma vinculante los derechos de la Carta Social Europea, y garantizar la eficacia de la negociación colectiva de ámbito supraestatal, potenciando el sindicalismo paneuropeo, para hacerle interlocutor de las multinacionales.

El Tratado debe potenciar la cultura europea y latinoamericana, para que pueda desarrollarse "junto a" -no "frente a"- la cultura norteamericana, y esto significa proteger y discriminar positivamente -así como suena- a aquella cultura en la regulación educativa y del mundo audiovisual y artístico.

El Tratado debe incorporar una tabla de derechos fundamentales y girar hacia un amplio concepto de ciudadanía social que no se identifique con la nacionalidad excluyente, y reconozca el multiculturalismo y pluralismo racial que nos caracteriza. Uno de tales derechos es el de seguridad frente a la delincuencia internacional económica más sofisticada, o el terrorismo, sin que ese valor de la seguridad atente contra el valor de la libertad. Eso significa espacio judicial europeo, y significa armonización Fiscal y abolición de los vergonzosos paraísos fiscales refugio del dinero negro del tráfico de armas y drogas.

El Tratado debe asimismo situar a la ciencia en el centro de las políticas supranacionales, políticas a largo plazo donde las haya, para que la Europa menos desarrollada no pierda el tren del cambio tecnológico.

Si la reforma del Tratado de Maastricht es capaz de potenciar las citadas cinco prioridades (empleo, cultura, ciudadanía social, seguridad y ciencia), se habrá situado en el buen rumbo y habremos acercado Europa a sus habitantes.

Pero nos falta la dirección o gobierno de la nave. Sin conductor no hay rumbo real. Sucede que la Unión Europea carece de un foco o centro de gravedad, y sigue siendo una suma algo caótica de voluntades. Sin cohesión política no hay cohesión social. No se podrá sostener a una futura Europa de más de veinte Estados con el sistema institucional confuso y deficitario que hasta ahora ha tenido.

La Unión demanda un Gobierno fuerte y legítimo, basado en la bicefalia federalizante de una Comisión -cuyo presidente sea elegido y censurado por el Parlamento Europeo-, y un Consejo de Ministros controlado también por ese Parlamento. En la bicefalia descrita, la voz y el rostro de la Unión es, de forma natural, el presidente de la Comisión, que es quien debe designar o cesar a los comisarios y quien tiene que mantener su capacidad de iniciativa y propuesta al Consejo de Ministros, y que debería ser el "señor PESC" (Política Exterior o de Seguridad Común).

Necesitamos, además, un Parlamento colegislador que sea producto no de 15 elecciones nacionales, sino de una elección europea, sólo posible si una parte de esa Cámara, al menos, es elegida, con un sistema de listas supranacionales y circunscripción territorial de toda la Unión. Se. trata de obligar a alianzas europeas, a definir un "interés europeo", y poder elegir entre diversas políticas orientadas ideológicamente, de ámbito supranacional.

El euro será fuerte si tiene un Parlamento y un Gobierno sólido detrás (Comisión más Consejo) que sea capaz de controlar la política monetaria del Banco Central Europeo, y si hay un presupuesto sin trabas ni límites de gastos obligatorios para la Cámara.

Europa sólo puede avanzar, en suma, con un Gobierno político, es decir, con objetivos claros, con directrices inteligibles en política interior y exterior, en donde la mayoría cualificada sea la regla, y en donde quepan "abstenciones constructivas" que no bloqueen la mayor integración y actividad de la Unión.

A ese respecto, a Europa le ha faltado y le falta flexibilidad para que los Estados que lo deseen puedan ir más rápido en integración. Éste puede convertirse en el gran debate de la reforma del Tratado de Maastricht. ¿Pueden unos pocos Estados frenar el avance de la mayoría, como ha sucedido con la política social, en que el Reino Unido impidió la vigencia jurídica de la Carta Social?

A mi juicio, habría que adentrarse sin reservas en la senda de la flexibilidad, para impedir que se creen núcleos duros de facto y como forma de ir relevando o compensando al eje franco-alemán en la dirección de Europa. Pero esa flexibilidad o geometría variable tiene que regularse, para que pueda aplicarse solidaria y no oligárquicamente. ¿Cómo hacerlo? Primero, fijando el ritmo del avance de los Estados que quieran europeizar a mayor velocidad sus políticas. Segundo, tasando los ámbitos en que sea posible (empezaría por la armonización fiscal y la política social y de empleo). Tercero, exigiendo un número mínimo de Estados para formar esa cooperación reforzada (3/5 al menos). Cuarto, ayudando a los que, queden descolgados.

Estos son, pienso, los grandes temas que hay que proponer a la discusión libre en el momento actual del proyecto europeo, cuando se va a reformar el Tratado de la Unión Europea, cuando ésta se va a ampliar, cuando la unión económica y monetaria progresa imparablemente, cuando la integración económica de los países es un hecho que lanza al nivel superior las fundamentales decisiones. Esta coyuntura es incompatible con la ausencia de ilusiones motivadoras para los ciudadanos y con un Gobierno débil de Europa, y es insostenible sin diálogo y acercamiento político; en definitiva, sin pasar de la Europa espacio a la Europa política y social.

Diego López Garrido es secretario general del Partido Democrático de la Nueva Izquierda.

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