Tribuna:

Mentiras públicas, verdades privadas

Con frecuencia se elogia la serenidad de la vida política catalana. Sobre todo, fuera de Cataluña. Mientras a un lado del Ebro parece predominar un tono tremendista y faltón, en Cataluña todo sería moderación, respeto y buenas maneras. La descripción se corresponde bastante bien con los hechos. Lo que resulta más discutible es lo que se pretende inferir de ella: la salud de la vida cívica catalana. El fallo argumental radica en la premisa intermedia, en la presunción de bondad de la ausencia de discrepancias. Presunción que apunta a ciertas patologías de una cultura democrática con fobia hacia...

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Con frecuencia se elogia la serenidad de la vida política catalana. Sobre todo, fuera de Cataluña. Mientras a un lado del Ebro parece predominar un tono tremendista y faltón, en Cataluña todo sería moderación, respeto y buenas maneras. La descripción se corresponde bastante bien con los hechos. Lo que resulta más discutible es lo que se pretende inferir de ella: la salud de la vida cívica catalana. El fallo argumental radica en la premisa intermedia, en la presunción de bondad de la ausencia de discrepancias. Presunción que apunta a ciertas patologías de una cultura democrática con fobia hacia la discrepancia.La unanimidad no carece de virtudes. Si hay acuerdo en algo, es que, por lo menos, no perjudica a nadie e, incluso, cabe que beneficie a alguien. Sin embargo, no todas las unanimidades son de la misma naturaleza. En ocasiones se da una suerte de unanimidad prepolítica que impide que los problemas se lleguen a formular. Antes bien, se ocultan, y el problema es el hecho mismo de recordar que hay problemas. No se sabe sobre qué se está de acuerdo, pero se está seguro de estarlo.

Aunque ese tipo de acuerdos implícitos pueden parecer síntomas de madurez ciudadana, la mirada atenta muestra otro panorama. Muchas veces, la ausencia de discusión revela telarañas mentales o cobardías cívicas y, casi siempre, impide perfilar los cimientos que sustentan la vida de cada uno y la vida de todos. Cuando las ideas no se someten a discusión proliferan las patologías y las reacciones desde las vísceras. Las opiniones que no se anclan en las buenas razones, en el convencimiento, se tienen que amarrar en el prejuicio, y detrás de éste, inexorablemente, aparece la intolerancia. La inseguridad en los propios juicios alienta su defensa cerril y propicia el cultivo de las mitologías y los tópicos. Como las ideas no se formulan explícitamente, no se sabe qué es lo que está en cuestión y surgen los lugares comunes. De ese modo, los intereses nacionales, la estabilidad democrática, la moderación, el consenso o la razón de Estado se convierten en vacías etiquetas de mucho uso y una única función: silenciar los problemas y estigmatizar a sus mensajeros.

En muchos acuerdos hay más silencio que acuerdo. Al mirarlos de cerca se comprueba que las cosas no son lo que parece y que en bastantes asuntos los ciudadanos no sostienen las mismas opiniones en privado que en público. En un iluminador ensayo, Private truths public lies, el economista Timur Kuran ha explicado cómo es posible ese fariseísmo colectivo. Sencillamente, los ciudadanos no están dispuestos a asumir los costes de discrepar. Se manifiesta la discrepancia si otros lo hacen antes. La actuación depende del particular "umbral de oposición". Algunos sólo se deciden cuando existe una mayoría suficiente de previos discrepantes. A otros les basta, por ejemplo, con un 20%. El problema aparece cuando ese 20% inicial no surge. La comunidad entera puede estar en desacuerdo con aquello que dice asentir sin que el desacuerdo se manifieste.

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Una enseñanza inmediata: la importancia de una minoría que, para decirlo con Ángel González, "sin esperanza, con convencimiento", funcione como una masa crítica en la manifestación de desacuerdos. Ciudadanos que actúan en conciencia, sin echar las cuentas, y que con facilidad serán acusados de fanáticos que socavan la convivencia. Algo de ello puede haber. Pero hay bastante más y más importante. Las razones de su conducta no son arrellanamientos en el tópico, búsquedas de prebendas o ganas de agradar, sino opiniones formadas con autonomía de juicio. Ciudadanos virtuosos en sentido clásico: dispuestos a realizar la acción correcta por las razones correctas. Constituyen la mejor garantía de una sociedad libre, la seguridad de la genuina estabilidad democrática. Su diferencia no es psicológica. No son más temerarios o iluminados, sino más racionales. Suscriben sus acciones porque proceden del convencimiento.

La unanimidad que importa no es la que impide la discusión, sino la que es resultado de la discusión. Sólo cuando las gentes han asumido como propias unas opiniones porque les han convencido se podrá decir que la democracia funciona. Para ello se requiere, sobre todo, que el ciudadano tenga garantías sociales y políticas que aseguren que su opinión no se forma desde los diversos chantajes que las sociedades modernas propician. Los esclavos, como los secuestrados, acostumbran a tener buena opinión de quienes les "dan de comer". La existencia de garantías igualitarias que aseguren el ejercicio de la libertad es una herencia del radicalismo democrático que cualquier proyecto de refundar la izquierda está obligado a rescatar. Pero, en el camino a su institucionalización, bueno será empezar por una cultura cívica que no reaccione con gazmoñería cuando se habla de Dios, la patria o el Rey.

El escándalo no radica en poner en la plaza pública la forma de Estado, sino en escanda lizarse por ello. Los políticos que después de proclamar su vocación republicana afirman que "eso de la república es una barbaridad" no sólo incurren en un pavoroso ejemplo de inconsistencia pragmática, sino que también testimonian, con ,la propia seguridad con la que emiten tales juicios, las patologías de la cultura política en la que habitan, los peligros de las unanimidades amparadas en el prejuicio. Lo primero, la inconsistencia, es grave: se proclama que las propias ideas "son una barbaridad" y, en lugar de revisarlas, se sigue como si tal cosa. Eso es lo mismo que afirmar que las tesis políticas son pura arbitrariedad, que no comprometen con razones ni con acciones. Pero no es ajeno a lo segundo, antes bien es su resultado: un individuo comprometido en la defensa pública y razonada de sus ideas no podría mantener, a la vez, que cree en algo y que, sin embargo, no tiene razones para ello. Las opiniones hay que sostenerlas en las buenas razones, no en la beatería o el prejuicio. En primer lugar, por que sólo a través de la discusión mostrarán su calidad de mejores argumentos y se podrá separar el trigo de la paja. Pero también porque es el único modo de que los ciudadanos entiendan como suyas las opiniones que dicen suscribir. Para ello se requiere una sociedad sin miedo a la discrepancia. No se trata de alentar la discrepancia por el gusto a la discrepancia. No es más democrática una sociedad con cinco opiniones que otra con dos. Identificar la democracia con el pluralismo sin más es entender mal la democracia. Dos ideas juiciosas valen bastante más que mil desatinos. Pero para llegar a las primeras hay que empezar por reconocer, por discutir, los desatinos. La (posibilidad de la) diversidad interesa, entre otras razones, porque es requisito para acuerdos que arrancan del con vencimiento, de la autonomía del juicio, y no de la presión social o la costumbre. El grito que acalla, el escándalo de los mansos, es el peor combustible de la democracia.

Félix Ovejero Lucas es profesor titular de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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