Reportaje:EXCURSIONES: ACEBOS DE PRÁDENA

El árbol prohibido

Un pueblecito segoviano atesora el mayor bosque de esta especie en peligro, símbolo de la Navidad

El acebo viene a ser el Árbol de la Ciencia del Guadarrama, el Árbol del Bien y del Mal de ese paraíso a punto de perderse que es la sierra del Guadarrama. De hecho, una de las primeras leyes que dictaron los creadores de la autonomía madrileña, allá por septiembre de 1983, fue prohibirnos que nos acercáramos al flex aquifolium, que dicho así, con latines, suena como a amenaza de excomunión.Antes de la prohibición, el madrileño vivía en la más edénica de las inocencias y, en cuanto veía un acebo, se abalanzaba sobre él como Adán sobre las manzanas de Eva. De su corteza interna, e...

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El acebo viene a ser el Árbol de la Ciencia del Guadarrama, el Árbol del Bien y del Mal de ese paraíso a punto de perderse que es la sierra del Guadarrama. De hecho, una de las primeras leyes que dictaron los creadores de la autonomía madrileña, allá por septiembre de 1983, fue prohibirnos que nos acercáramos al flex aquifolium, que dicho así, con latines, suena como a amenaza de excomunión.Antes de la prohibición, el madrileño vivía en la más edénica de las inocencias y, en cuanto veía un acebo, se abalanzaba sobre él como Adán sobre las manzanas de Eva. De su corteza interna, el primitivo madrileño extraía liga para cazar pajaritos. Con las hojas, maceradas en vino, preparaba una pócima tonificante (aunque es probable, según dicen los modernos galenos, que este efecto se debiera más al morapio que al acebo). Reputaba asimismo las hojas como laxantes y diuréticas, y los frutos como purgantes y -a mayores dosis- vomitivos. Del resto, hacía leña, que ardía como el sol.

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Con el tiempo fue aprendiendo el humilde oficio de San José y apreciando la textura fina y uniforme de aquella madera que, aun siendo dura y difícil de trabajar, tomaba bien los colorantes e incluso, teñida de negro, pasaba por ébano. Razones todas de peso (por cierto, que la madera de acebo pesa lo suyo, tanto que ni siquiera flota en el agua) para que fuera éste el material elegido para hacer las ventanas del Palacio Real. Con tiempo y dinero, acabó convirtiéndose en un dominguero y, perdida la fe en la naturaleza, se entregó a prácticas y supercherías paganas como la de decorar la casa con ramas de acebo en llegando las Pascuas. Y tal fue el expolio, que hoy, para contemplar un gran bosque de acebos en la sierra, el madrileño ha de irse a Segovia, la última linde del paraíso.

Allende la Somosierra, tomando el primer desvío que le sale a mano izquierda a la autovía del Norte, camino pues de Segovia, el excursionista empezará a advertir cómo proliferan, a ambos lados de la carretera, árboles de tronco tortuoso y porte prehistórico, cuyas copas aovadas -puestos a imaginar- parecen estar gestando en su interior la cría dé algún saurio fabuloso; se trata de sabinas (Juniperus thurifera), supervivientes de las glaciaciones cuaternarias que ahora se baten en retirada, como todo en el Guadarrama.

Uno de sus últimos refugios se halla en el término de Prádena, lugar favorecido por los dioses del bosque, pues, amén de sabinas, atesora la mayor acebeda de la sierra. Para llegar hasta ella, el excursionista deberá acercarse a pie desde Prádena hasta el área recreativa de El Bardal, que apenas dista 100 metros de las últimas casas del pueblo. Bordeando por la izquierda el perímetro exterior de los merenderos, y luego una cerca de piedra, corre una pista que conducirá al caminante, en cosa de media hora, hasta un portalón metálico que da acceso a una zona de prados. Poco, más adelante, el camino gira en ángulo recto a la derecha, dejando en la mano contraria un bosquete de pinos y yendo a desembocar, en otro cuarto de hora, en un regato, por cuya margen izquierda (derecho, según se sube) el excursionista alcanzará en un periquete la acebeda.

Quien sólo conozca los acebos por los muy menguados individuos que crecen desperdigados en la vertiente madrileña de la sierra -salvo en Robregordo, donde los hay también bastante lozanos-, quedará estupefacto al toparse con los enormes rodales que aquí cunden por doquier. Cúpulas vegetales de diez metros de altura crean en su interior una cálida penumbra, un ambiente húmedo y espeso como de catacumba o fondo submarino. Fuera, en los dominios de la clorofila, las hojas lustrosas -pinchudas, coriáceas, relucientes- y los frutos de color escarlata brillan con un luminoso navideño. Dentro, en el oscuro corazón de la acebeda, las vacas rumian y frezan a sus anchas, tan calentitas, sin nadie que las importune. Y ésta es tal vez, para ellas, la mejor definición del paraíso.

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