Editorial:

Enemigo contumaz

LA NECESIDAD de mantener las espadas en alto contra un enemigo tan contumaz como el virus del sida no debe ser óbice para resaltar los primeros avances logrados en la lucha contra la pandemia. Uno de ellos es que las medidas de información y educación sanitaria dirigidas a los colectivos considerados más vulnerables al contagio comienzan a dar sus frutos tras haber provocado cambios de comportamiento.Estudios recientes han puesto de manifiesto un descenso importante en el porcentaje de homosexuales que no utilizan preservativo en sus relaciones esporádicas, lo que reduce las posibilidades de c...

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LA NECESIDAD de mantener las espadas en alto contra un enemigo tan contumaz como el virus del sida no debe ser óbice para resaltar los primeros avances logrados en la lucha contra la pandemia. Uno de ellos es que las medidas de información y educación sanitaria dirigidas a los colectivos considerados más vulnerables al contagio comienzan a dar sus frutos tras haber provocado cambios de comportamiento.Estudios recientes han puesto de manifiesto un descenso importante en el porcentaje de homosexuales que no utilizan preservativo en sus relaciones esporádicas, lo que reduce las posibilidades de contagio. Pero queda todavía mucho por hacer. Pues si bien es cierto que, según un estudio realizado en Cataluña, el porcentaje de quienes practican el sexo seguro ha pasado del 63% al 81% entre 1993 y, 1996, todavía queda un preocupante 19% que se arriesga en relaciones sexuales esporádicas no protegidas contra el virus. El progreso en este ámbito no debe llevar al conformismo, sino a todo lo contrario.

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El colectivo de toxicómanos sigue nutriendo la mayor parte de los nuevos casos de sida que se diagnostican en España. Pero el porcentaje de los toxicómanos que comparten jeringas se ha reducido a la mitad. Tardíamente, pues en España hemos pagado caro el retraso en las políticas de reducción del riesgo: con el cambio de jeringas o los programas de metadona. Es esencial que los toxicómanos puedan desvincular su adicción del riesgo de contraer el sida. Asimismo, es preciso intensificar las acciones educativas entre los jóvenes, al tratarse de uno de los segmentos de la población que se está volviendo más vulnerable a la epidemia.

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Las medidas educativas no deben quedar circunscritas a meras campañas dirigidas a la población general, como la última emprendida en España por las autoridades sanitarias y cuyo contenido ha despertado críticas porque focaliza excesivamente el problema del sida en la toxicomanía. El mensaje explícito de la campaña pide solidaridad con los afectados por el sida. Pero como a menudo actúan los prejuicios, este enfoque puede generar efectos indeseados, al reforzar la infundada creencia de que el sida es sólo cosa de toxicómanos, y trasvasar hacia todos los enfermos de sida los estereotipos negativos que, desgraciadamente, pesan sobre los toxicómanos. Al resaltar estos progresos, no conviene olvidar que se circunscriben a los países más desarrollados. Los países más pobres, donde se encuentra la inmensa mayoría de los afectados, siguen sucumbiendo a la pandemia sin campañas de prevención que puedan frenarla y sin recursos terapéuticos con los que amortiguarla.

En el Primer Mundo, las nuevas terapias combinadas han hecho concebir esperanzas de remisión de la enfermedad, y se están demostrando eficaces para la desaparición de síntomas. Tal resultado resulta muy positivo para los enfermos, pero conviene no bajar la guardia, pues el riesgo de contagio sigue existiendo incluso cuando desaparecen los síntomas. Y, en términos científicos, el empuje por buscar un remedio para los infectados del sida no debería mermar los esfuerzos dedicados a buscar una prevención a través de una vacuna.

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