Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

El escribidor y sus señores

Oí hablar por primera vez de Régis Debray a mediados de los sesenta, en La Habana, durante la Tricontinental. En los grupos de latinoamericanos asistentes corrió el rumor de que Fidel había importado 'un francesito' de París para que pusiera en prosa clara y coherencia cartesiana las tesis sobre el foquismo revolucionario que él y el Che Guevara defendían, en contra de los apolillados partidos comunistas del nuevo mundo, que, fieles a Moscú, condenaban como aventurerista y sacrílega la teoría castrista según la cual las famosas condiciones objetivas para la Revolución podían ser creadas por un...

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Oí hablar por primera vez de Régis Debray a mediados de los sesenta, en La Habana, durante la Tricontinental. En los grupos de latinoamericanos asistentes corrió el rumor de que Fidel había importado 'un francesito' de París para que pusiera en prosa clara y coherencia cartesiana las tesis sobre el foquismo revolucionario que él y el Che Guevara defendían, en contra de los apolillados partidos comunistas del nuevo mundo, que, fieles a Moscú, condenaban como aventurerista y sacrílega la teoría castrista según la cual las famosas condiciones objetivas para la Revolución podían ser creadas por una vanguardia decidida (el foco guerrillero). Para que tuviera una experiencia directa de lo que se trataba, se decía también, Cuba había paseado a Debray por las guerrillas de Venezuela, Colombia y Guatemala.Revolución en la revolución; el libro pensado por Fidel y escrito por 'el francesito', fue el catecismo de los jóvenes latinoamericanos que en esos años intentaron repetir la aventura de la Sierra Maestra y terminaron derrotados, encarcelados o asesinados por unos Ejércitos que, aprovechando aquel pretexto insurreccional, sembraron el continente de dictaduras castrenses. El propio Régis Debray se salvó de milagro de ser exterminado junto a la guerrilla boliviana del Che, con la que estuvo algunos meses, pero fue capturado, torturado y pasó en la cárcel cerca de tres años, hasta que la presión internacional consiguió su liberación.

Su evolución ideológica posterior tuvo un sesgo contradictorio, pues, a la vez que para Francia y Europa se adhería al socialismo democrático y legalista de Mitterrand, en América Latina siguió siendo un defensor y amigo leal de la Revolución Cubana, una posición por desgracia no infrecuente entre los progresistas europeos, intratables valedores de la libertad y el pluralismo político para los países desarrollados y alegres cómplices del Estado policial, el partido único y el Gulag en el tercer mundo. Cuando Mitterrand subió al poder en 1981, llevó consigo a Debray, como asesor político, con despacho en el Elíseo. Durante diez años, éste sirvió con discreción y empeño al Presidente francés, aunque sin el menor éxito, según confesión propia, pues sus iniciativas fueron casi siempre desoídas y a menudo saboteadas, por un enjambre de funcionarios y militantes socialistas que veían en el ex-teórico de la lucha armada un lastre para el régimen, así como una fuente de entredichos con el gobierno de Estados Unidos.

Aquellos saboteadores anda ban bastante despistados, pues, el antiguo compañero del Che experimentaba en aquellos años una nueva evolución ideológica hacia posiciones que no sólo lo ponían a distancia considerable del castrismo y la acción directa revolucionaria, sino, también, de la social democracia mitterandista. Es decir, hacia el nacionalis mo gaullista, la defensa del Estado-Nación contra la Unión Europea y de la identidad cultural francesa contra el imperialismo cultural anglosajón. En 1986, Debray dejó la asesoría presiden cial y fue destinado por Mitterrand a la elevada posición de miembro del Consejo de Estado, de donde dimitió, en 1992, en ra zón de sus actuales convicciones, reñidas con lo que él considera un proceso progresivo de disolución de Francia dentro de la apátrida Europa.

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Esta extraordinaria aventura intelectual y política es la que Régis Debray refiere en su último libro, Alabados sean nuestros señores (subtitulado Una educación política), un voluminoso ensayo cuyas seiscientas páginas acabo de leer de un tirón y que recomiendo sobre todo a quienes en estas últimas tres décadas participaron de, o siguieron de cerca, las ilusiones, frustraciones, grandezas y miserias de la historia contemporánea. Debray da un testimonio vívido y efervescente de sus protagonistas y de los episodios más saltantes, rememorando las polémicas que le animaron, los mitos que incendiaron su cielo para desvanecerse luego como fuegos de artificio, y enhebra ese relato con análisis, reflexiones, abjuraciones y críticas que, las comparta o rechace el lector, resultan casi siempre enjundiosas y estimulantes. Hace tiempo que no leía un libro con tanto interés y placer, a pesar de discrepar a cada paso con las opiniones de su autor -el liberalismo radical, internacionalista, desconfiado de las naciones y totalmente escéptico en lo que concierne a las identidades culturales colectivas, que yo defiendo, es una de las bestias negras de Debray-, y no sólo porque está muy bien escrito y hace gala de una seductora sinceridad, sino, sobre todo, porque, al despellejarse ideológica y políticamente como lo hace -sin ningún masoquismo exhibicionista, por lo demás-, Debray lleva a cabo una autopsia implacable de lo que es el poder, en su versión autoritaria y en la democrática, y de los efectos que tiene en quien lo detenta y en quien lo busca -con el fusil o a través del voto-, y del intelectual que lo sirve y del anónimo militante que lo apoya o lo sufre. La imagen que de todo ello se delinea como naturaleza prototípica del poder es ciertamente horripilante -por más que haya distancias considerables cuando se encarna en un líder mesiánico y algo fatalista como el Che Guevara, el Jefe Máximo Fidel Castro, o el sinuoso mandatario demócrata Mitterrand, los tres 'señores' a que alude el título del libro- y, aunque ello no roce ni remotamente las intenciones del autor, argumenta poderosamente en favor de la tesis de Popper, según la cual el objetivo prioritario de una sociedad libre debe ser tomar todas las precauciones posibles para que el poder haga el menor daño a los indefensos ciudadanos.

Como es sabido, este libro ha desencadenado una campana de descalificación y de calumnias contra Debray orquestada desde La Habana, del más puro estilo estalinista, acusándolo de haber precipitado la captura del Che por hablar demasiado en el momento de su captura por los militares bolivianos. La acusación sería menos inverosímil si no hubiera tardado treinta años en formularse y si el propio Fidel Castro no hubiera defendido con tanto brío -en el prólogo al Diario del Che- la conducta de Debray frente a sus torturadores y jueces. En su afán de desacreditarlo, el diario Granma llega a acusar al pobre Régis de haberse vuelto -¡oh, iniquidad suprema!- un aliado mío. Esta paranoia es tanto más estúpida cuanto que en Alabados sean nuestros señores, Debray hace esfuerzos verdaderamente sobrehumanos para no criticar demasiado al Jefe Máximo, árbitro supremo de vidas y muertes, que un buen día, porque había leído un artículo suyo sobre Cuba que le gustó, lo sacó del aburrimiento de pegar carteles y repartir volantes en el Quartier Latín y se lo llevó a Cuba a enseñarle a poner bombas y disparar bazukas y ametralladoras y a convertirlo en teórico de la lucha guerrillera. De los tres 'señores' a los que Debray sirvió, el que queda mejor parado es el gigante barbudo por quien aquél parece sentir, a pesar de toda la repugnancia que ahora le merece su régimen, una inevitable gratitud y hasta un afecto casi filial. El que queda peor es Mitterrand, escurridiza anguila en aguas turbias, maestro de la representación y soberbio manipulador de vanidades y miserias humanas, a quien, y estoy seguro que sin proponérselo, el libro consigue esculpir como la encarnación misma del político sin espina dorsal ética ni ideológica, maniobra y gesto permanentes, obsedido en cuerpo y espíritu por conservar el poder y embaucar también al futuro con una imagen falaz, minuciosamente construida.

Pero, de los tres, el retrato mejor trazado, el más persuasivo y también el más conmovedor, es el del Che Guevara. Aunque no parece haber sentido nunca una excesiva simpatía por su personalidad, Debray logró calar a fondo, en su compleja y contradictoria naturaleza, y la describe de manera inolvidable. Lector voraz, inteligencia fría, hombre sin vanidades ni apetitos mundanos, con una cierta vocación frugal y hasta ascética, de un coraje llevado a extremos temerarios, no había manera de intimar con él, pues guardaba, siempre una distancia aun con sus compañeros más próximos, aquellos que se jugaron la vida a su lado, en Cuba, en África, en Bolivia, y con quienes ' dada la ocasión, podía mostrarse hasta cruel y despótico. No sé si la interpretación que Debray propone del final del Che, como un suicidio histórico, que éste habría buscado -acaso de manera inconsciente-, luego de fracasar en la aventura guerrillera africana y de presentir, también, el, irremediable fracaso que lo acechaba en su empresa sudamericana, corresponde enteramente a lo que sucedió. Pero es imposible no sentir un estremecímiento al leer esas páginas en las que Debray muestra esa figura, entre quijotesca y nihilista, avanzando hacia una muerte buscada, por las serranías del altiplano boliviano, con su miserable cortejo de guerrilleros medio muertos de hambre y de fatiga, sin zapatos, harapientos, casi sin balas, y cercados por un vasto ejército y campesinos hostiles, sin considerar siquiera un instante la posibilidad de una retirada, de un repliegue, rectilíneamente convencido de tener a su lado, y de su parte, a la Historia con mayúsculas. Yo conocí a uno de esos enloquecidos heroicos y trágicos que murieron junto al Che. Era un peruano que se llamaba Chang. En su Diario, el Che dice, con frialdad, que se le hinchaban mucho los pies y que por ello dificultaba la marcha del destacamento. Era un muchacho culto, inteligente e incansable de quien solíamos decir, para alabarlo, que él solito "valía un Comité Central". Pero tenía pies planos y unas limitaciones físicas tan obvias que sólo una convicción tan acérrima e irracional como la que Debray atribuye al Che pudo hacerlo vivir aquella inmolación de tanto meses, hasta el terrible final. Debray describe con mano maestra todo lo que hubo de generosidad y de absurdo, de idealismo, de ceguera y de insensatez en aquella aventura, y, también, la velocidad con que el tiempo ha corrido desde entonces, al extremo de parecernos ahora algo así como la prehistoria de la realidad latinoamericana de hoy.

Aunque Alabados sean nuestros señores es el testimonio de muchas frustraciones políticas, y una cierta amargura impregna sus páginas, no es un libro cínico, ni siquiera pesimista. A pesar de la pintura atroz con que en él aparece la acción política, el escarnio que hace del llamado 'compromiso' cívico del intelectual y de la recurrente comprobación que ofrece del abismo que casi siempre separa las palabras de los hechos en la esfera de la acción, el mensaje del libro no incita a la parálisis, a la aristocrática abstinencia política. Lo que lo salva de esas trampas, es el amor a las ideas" que en Debray sigue tan lozano e impetuoso como cuando devoraba los mamotretos ortodo xos de su maestro Althusser, en la École Normale. Ha cambia do de pensar en muchos sentidos, enterrado, muchos ídolos y renovado abundantes mitos, pero en lo que no ha cambiado un ápice es en su convicción de que las ideas se encarnan en la vida y la modelan, que ellas orientan las conductas y pueden por lo tanto mejorar o empeorar el funcionamiento social y los destinos individuales. Esta pasión por las ideas -por la cultura, si se trata de usar una palabra rimbombante de incierta demarcación- es el gran contrapeso a los reveses y fracasos que jalonan la peripecia política que, con elegancia y limpieza, cuenta en este libro Régis Debray, y la razón de que, al final, a pesar de todo lo malo, lo feo y lo bruto que pasa en sus páginas, el lector salga como empujado a hacer algo. No está muy claro qué, dada la confusión reinante. Pero algo, algo, y de una vez.

Copyright Mario Vargas Llosa 1996. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1996.

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